viernes, 21 de junio de 2013

Junio 21

Empecé a escribir aquí con algo de entusiasmo, o quizás por puro empuje maniático. Además, teníamos cierto arreglo entre los tres para asegurarnos de que mantendríamos la actividad. Y eso funcionó más o menos bien por un tiempo, hasta que a Alfonso le dio por irse, en una decisión que todavía hoy repruebo.

Cuando Alfonso se fue el arreglo perdió efecto, y por lo tanto él dejó de preocuparse por seguir activo en sus publicaciones. Por ahí todo se fue al diablo, porque luego Carlos y yo también perdimos la preocupación.

En mi caso puedo decir que yo no escribía por la restricción del arreglo sino por esa energía desbordada que me provoca algo nuevo (una energía que, por cierto, ya no llega casi con nada). Sin embargo, poco a poco perdí la motivación al ver que los fundadores de este espacio le perdían el interés. Me dejé llevar por esa parsimonia y reduje el ritmo de publicaciones. A mí nadie me lee, a nadie le importa un diablo lo que pongo o no, salvo al reducido círculo de mis conocidos directos y relacionados con el blog, o sea, al mismo Alfonso, a Carlos y a Gina. Del resto de público no sé nada y no me interesa saberlo.

Esta vez recurro a esto porque necesito exorcizar y seguir un consejo que me dio mi padre, aunque por otro camino: mover la mata. Una inconformidad ha crecido dentro de mí últimamente, y cada pequeña cosa que ocurre o que veo la nutre, la hace más visceral. Tengo una especie de violencia retenida que va a salir en algún momento, aunque no sé cómo ni con qué intensidad. Seguramente me pelee con alguien u ofenda a alguien.

Estoy pasando por una más de esas etapas en las que todo me fastidia y prefiero estar solo. Debo decir que esta tierra me tiene saturado, que no soporto más el acento de la gente, ni sus mañas, ni su histeria, ni sus palabras, entre muchas otras cosas. Hace poco estaba viendo televisión y vi a una rubia vanidosa y que hacía un puchero inconsciente con la boca: maldita puta; también había un gordo excesivamente desagradable, que parece que solo se puede mover con una grúa, despeinado, hablando gangoso, seguramente sin bañar; y estaba eso, toda esa parafernalia horrible de acá, y entonces todo mi asco se desbordó en una reacción física e impotente. Hice “Puagh” o algo así y cambié canales sin pensar, como si corriera por el televisor, huyendo de esos argentinos.

Ya estoy cansado de la comida, de los sitios, del clima, de la vieja que me alquila habitación, del taller, de la mirada enfermiza y malintencionada de todos. Porque así es como te miran acá: con doble intención, con resguardo, como jugadores ocultando el as en la manga, solo por si acaso. Ya no soporto más este país y estoy al borde de ser un malagradecido. Si bien debo reconocer que aquí encontré puertas abiertas y un vehículo de salvación —un paño de agua fría para mi espíritu inmolado—, también es cierto que este país me está quitando mi humanidad y lo poco de bueno que había en mí. Me he vuelto más oscuro que antes, más triste, más cerrado. Yo ya no puedo ver a las personas y sentirme conectado con ellas; me siento como de otra especie, de otro mundo, de otra naturaleza. No me interesa acercarme a nadie porque significa demasiado esfuerzo, demasiada energía, demasiado tiempo, y al final todo eso se retribuye mal y te hacen una cagada. No confío en las mujeres (argentinas, por lo menos), así que cualquier atracción física queda sepultada bajo mi prevención y mi resentimiento.

Antes amaba, antes creía en que esa llama eterna y viva podía existir en mi corazón, y confiaba en que algún día encontraría a alguien que la alimentaría. Nos sentiríamos bien al abrigo de esa llama y nada podría separarnos. Pero aquí me di cuenta de que esa es una fantasía idiota e impracticable, inoculada por la fantasía colectiva que los medios y las esperanzas absurdas de los demás mortales sustentan. Me di cuenta de que eso no existe —no para mí—, que moriré solo y amargado. Mi llama es un simple lucero en el desierto y a nadie le interesa y nadie se va a acercar, o si se acerca los perros salvajes de mi espíritu devorarán o asustarán a esa pobre persona. Llama en el desierto: se está pagando. Es culpa de este país, de la desilusión que sentí con alguien, del alimento que ha recibido mi sensación de extrañeza, de que no pertenezco, de que no tengo pares en este mundo. Es culpa de estas mujercitas desconfiadas, mentirosas, bonitas, oscuras, locas, vanidosas, burdas: mujeres horribles, detestables. No te recomiendo una argentina: tarde o temprano te va a clavar una daga. Es culpa de esta sociedad neurótica, histérica, gritona, traumatizada, ampulosa, cenicienta, gris, patética; es culpa de este borde de humanidad que ahora todo el conjunto me asquee y, sobre todo, me asuste.

Antes tenía otro fuego interno: mi voluntad de superarme, de destacar en algo, de grandeza. Quizá fuera un afán megalómano, pero al menos me hacía seguir adelante, me llevaba contra todo y con todo, hacía que me ganara el respeto de mis maestros. Ahora ese fuego también se apaga y empiezo a creer que la grandeza no tiene sentido, que no pasa nada si dejo de intentarlo, que no tengo madera de gran escritor ni de gran dibujante ni de gran nada. Que puedo ser un tipo que disfruta sus momentos de soledad en los que juega ajedrez por internet o se masturba o ve videos o ve partidos de fútbol o come solo. Si disfruto todo eso, y la vida es una sola, y se trata de disfrutar, ¿para qué mierda me mortifico por buscar algo más? Ya lo tengo casi todo, ya no quiero buscar nada. Ya no tengo hambre: me he vuelto un ser obeso y perezoso que solo vive por inercia. Y no veo nada de malo en eso porque me siento, al menos, sereno. Antes sentía que debía buscar algo y me mortificaba por no obtenerlo; ahora simplemente me di por vencido y me resigno con lo que tengo.

Me dirán: “Pues váyase, tan marica”. Si fuera tan fácil huir como lo hizo Alfonso ya lo habría hecho. Pero no puedo huir, quizás por una cobardía de igual proporción pero distinto efecto: me cuesta trabajo dejar lo que tengo aquí, los lazos que me atan; debo decir: lazos puramente burocráticos. Por un lado, está la supuesta carrera que estoy estudiando, que para ser sincero parece un chiste y me aburre tremendamente, pero bueno, es un diploma, relativamente fácil de conseguir y del exterior, que debería abrirme puertas en Colombia (algo de todos modos cuestionable). No tengo diploma colombiano, ni siquiera tengo el del colegio, así que en resumidas cuentas, que es como todo el mundo te ve cuando le das una hoja de vida y esperas conseguir un trabajo, en mi resumida cuenta, soy un don nadie, no sé nada y no he hecho gran cosa con mi vida. Si me voy a Colombia en este momento volveré al punto de antes, a ser un don nadie, a sobrevivir allá, y entonces pasaré a odiar de nuevo a una tierra que desde acá anhelo, extraño y quiero con todo mi corazón. Al menos, un papelucho les dirá a los demás que hice algo en este tiempo. También me dirán: “¿Y qué importa lo que piensen los demás?”. Ah, ingenuo tarado: el mundo es así, esa mierda importa si quieres ganar plata y comer.

Está el taller. Estoy inconforme con el taller últimamente. La energía se dispersó, se hacen más chistes de lo que me gustaría y el nivel es francamente paupérrimo. Ya no me interesa lo que llevan los demás y yo, que soy un parásito, que me prendo de los otros, necesito rodearme bien para poder subir mi nivel. Es como un equipo de fútbol: Riquelme solo no puede hacer todo en Boca; por más que juegue bien, es muy jodido si ninguno de los otros diez avanza y si el técnico no encuentra respuestas. Antes me motivaba ir al taller porque sabía que al menos iba a haber una lectura buena, que al menos me interesaría escuchar a uno de mis compañeros y que Pablo se motivaría por hacer la devolución. Ahora lo único que llevan son ejercicios aguachentos y la misma repetición del mismo cuento una y otra y otra vez. En los descansos no me interesa hablarle a nadie y cuando salgo tampoco me importa si me voy solo. Antes no era así, antes había más unión de grupo… por lo menos para mí. A veces me pregunto si este taller va en serio o no. De todos modos me siento obligado y no veo una forma decente de expresar mi malestar sin herir susceptibilidades. Me siento obligado con Pablo, que me ha soportado dos años ahí casi gratis, con Piedad Bonnett; no me gustaría defraudarlos. Pero últimamente, cada vez que pienso en eso, me veo empujado al desinterés y al desgano. Por ejemplo, Piedad no me respondió un correo y eso me ofendió y dejé de escribirle (así soy). Y también he llegado a preguntarme si Pablo no me está dando devoluciones un poco condescendientes. Generalmente hace chistes en medio de las devoluciones. Estoy otra vez en un momento en el que solo una respuesta de afuera me puede encauzar de nuevo, porque me salí del rumbo, solté el timón del carro y no me interesa: que se vaya a la “cuneta”, como le dicen acá, y se estrelle contra un árbol, no me importa. La última vez que esto pasó apareció alguien y dijo “Mierda, se va a estrellar, coja el timón”, y eso hice y como que me salvé y avancé un poquito en la autopista. Ahora acaba de darme otro trance. Allá voy, directo al accidente, el camión se viene encima… y creo que estoy cómodo con eso. No digo que no me importe… creo que sí porque de otro modo no escribiría, pero estoy cómodo, tranquilo, quizá resignado.

viernes, 7 de junio de 2013

Carver

No sé por qué Carver me hace sentir acompañado. Leer un cuento suyo me refugia, me reconforta. No tiene mucho sentido, si se considera que él fue implacable con sus personajes. Tan pronto ellos encuentran un escudo, un lugar en el que se pueden sentir mejor, él se lo arrebata, sin remedio. De este modo los hunde, sin misericordia, y los deja frente a algo enorme y doloroso, frente a su vida rota y desinflada. Los vecinos bajan los brazos cuando pierden su refugio; la casa de Chef tiene que ser devuelta; la señora Webster se va y deja a Carlyle otra vez con sus niños. Todos ellos quedan como vencidos, humillados, adoloridos. Entonces, resulta raro que yo anhele ser un personaje de esos; resulta raro que yo sienta tanta empatía por esos personajes, que yo sienta su mundo como propio, que yo quiera ser el que se queda ahí vencido, humillado y adolorido.

Carver los deja así para la eternidad. ¿Qué solución pueden tener? El cuento pasó, los inmortalizó y los dejó ahí suspendidos, en actos estúpidos de derrota. Yo me siento así continuamente, todo el tiempo: me siento eternizado en ese estado, sin salida, sin reparo… pero no soy un personaje, no soy un cuento, no tengo un título. Quizás si lo tuviera todo estaría justificado. Tal vez por eso desearía ser un personaje.

Hoy leí “Fiebre” y me conmoví mucho. Siempre me dicen que con Carver “no pasa nada”, pero sí que pasa. En mi alma todo se llena y adquiere un significado, al menos temporal. Todo parece ordenado y planeado, como la prosa de él. Todo parece limpio, sereno, contundente. Todo está preparado para llevarte a sentir algo que sembró desde el vamos, para que te sorprenda ese dolor y esa transformación silenciosa. Nada ampuloso, nada sonoro: Carver ajusta la mira, con precisión de francotirador, a un punto específico de tu alma. Es el escritor de mejor puntería en toda la historia.

Me siento en un comedor y los veo a todos como personajes de Carver; me dan ganas de escribir sobre ellos como si fuera Carver (un atrevimiento absurdo e imposible). Hoy, en particular, me siento como Carlyle (¿cómo es que un nombre tan jodido como ese puede funcionarle a Carver?). Siento que me abandonaron y que a pesar de las distracciones amo profundamente a la mujer que me dejó: esa mujer que enloqueció porque necesitaba algo a qué aferrarse y lo consiguió, se serenó, y ahora incluso parece haber desarrollado una percepción extrasensorial.

Si hubiera podido conocer a Carver le habría dado un abrazo… creo… si mi sequedad lo hubiera permitido. Es un escritor que realmente admiro, que realmente valoro. Irónicamente, esa mujer que me dejó a un lado se quedó con un libro de Carver mío, y nunca lo leyó, y nunca lo va a leer. Le di algo muy preciado para mí, no lo apreció y nunca me lo regresó. Sin embargo, para ser justo con ella debo aclarar que le dije que le regalaba ese libro. Lo mismo que le dije sobre mi corazón.