jueves, 3 de octubre de 2013

Octubre 3

- Llevo varios días intentando distintos arranques de capítulo y no paso más allá del primer párrafo. Nada me convence, nada fluye por sí solo. Estoy en una curva de declive terrible. La próxima semana debo ir al taller y no tengo nada hecho, ni siquiera una idea, pocas ganas. Me cuesta mucho concentrarme.

Hoy estoy particularmente irritado. Me di cuenta ahora que estoy en clase. Verme rodeado de gente me pasmó, me llevó a la versión dura, silenciosa y odiosa de mí.

Alguien dijo: “No le conocemos la voz”. Me pidieron entonces que hablara y me rehusé. No tengo ganas, ni fuerzas, ni estímulos, más allá del fútbol. No me entusiasma nada.

Como se podrá ver, estoy escribiendo como la mierda.

Frente a mí está sentada N. Ese encanto irresistible que ejerce sobre mí sin proponérselo. Me pregunto si querría anular ese encanto, si me convendría más construir un cerco que me resguarde.

—¿De qué?

No sé decir. Simplemente, ver a alguien así me deprime, me subyuga, me hace sentir amenazado. Es como si el mundo estuviera a punto de romperse y el atractivo de alguien como N. fuera el último destello antes del quiebre definitivo, el último estertor, la última posibilidad, los huevos de la cucaracha antes de morir.

¿Por qué mi naturaleza es tan restrictiva? A veces pienso que la muerte será la única forma en la que purgaré mi condena. Pienso que debo esperar pacientemente, como un preso, a que esto termine. Suicidarse es hacer trampa: habría que empezar todo de nuevo, así que veo mi vida como una especie de condena. Hay que esperar, dejar que el tiempo ruede y me aplaste. Y así lo que escribo es una simple crónica de mis días de prisión.

Aunque a veces me resisto a esa condena, a esa crónica, a esas tareas tediosas de mi celda. Me escondo en el sueño. Duermo como un enfermo: doce horas, a veces más, y aún tengo más sueño después. Solo quiero dormir y ver fútbol. Lo demás pierde su importancia y su contorno.

Maldita sea, odio todo: a la gente, a la profesora de esta clase de mierda, esta ciudad, a N., a mí mismo, a Daniela, a la gorda escurrida que viene a esta clase, odio escribir, odio vivir así.

Amo a mi padre, amo a mi hermana, amo a Arsenal, amo mi soledad, amo escribir, amo tener dinero.

- Si N. me ignorara y me despreciara me haría las cosas mucho más fáciles, pero a veces se despide de mí, a pesar de que no la haya determinado en toda la clase. “Chau, Jeremías”, y con eso me fulmina. Sopla los pocos ladrillos que pongo.

Necesito ponerle una tapia a esa influencia en mi vida, para que no me afecte mi impotencia y mi incapacidad y mi pereza; para no decirme: “Mira, imbécil, lo que te pierdes”. De ese modo puedo seguir adelante. Si no, cada miércoles y cada jueves y cada vez que la vea se me van a convertir en una tortura. Así que ahí voy, poniendo un ladrillo sobre otro, con mucho esfuerzo porque me pesan, y ella llega cada tanto con su mirada y con su saludo, tan simple como eso, y los derriba. Me queda otra vez el panorama de ella, tan inalcanzable, tan incomprensible, tan llamativo.

Me gustaría nadar en ella, respirar sobre ella, escribir sobre ella, dibujarla, escucharla, olerla, saborearla, tocarla, vivirla, pero entre ella y yo se interpone un cerco invisible, impenetrable, de una naturaleza superior a mí.


Quizá se trata de eso. En el fondo, solo intento darle una forma material al muro con mis ladrillitos de silencio. 

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