jueves, 14 de noviembre de 2013

No puedo leer

Leí Las ratas, de José Bianco. La única razón por la que llegué hasta el final fue que tenía que hablar de esa nouvelle una hora más tarde. Quizás esta lectura apresurada excuse la obra; es probable que algún detalle se me haya pasado por alto. Sin embargo, también me permito tomar esta primera impresión como la que deja un texto que han acabado de leer en el taller. En cualquier caso, con cualquier atenuante, quedé defraudado.

Llevo un largo tiempo con una gran incapacidad para terminar lecturas. Esta es una lista de libros que empecé y que quedaron marcados en ciertas páginas, detenidos —en algunos casos— por meses:
  • La conjura de los necios, de John Kennedy Toole.
  • Henderson, el rey de la lluvia, de Saul Bellow.
  • El primer tomo de Notre Dame de París, de Victor Hugo.
  • Las cartas de la ayahuasca, de William Burroughs y Allen Ginsberg.
  • Senilidad, de Italo Svevo.
  • Uno que tiene las dos novelas de Flannery O´Connor.
  • Tres rosas amarillas, de Raymond Carver.
  • El almuerzo desnudo, de William Burroughs (este ya se lo devolví a su dueño).
  • Adiós a las armas, de Ernest Hemingway (un archivo pdf que no abrí más).
  • La higiene del asesino, de Amélie Nothomb.
Y hay otros que ni he abierto:
  • Rojo y Negro, de Stendhal.
  • Paraíso reclamado, de Halldór Laxness.
  • Las aventuras de Huck, de Mark Twain (aunque este ya lo he leído antes).
Solo he concluido estos:
  • El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.
  • Conversaciones con el profesor Y, de Louis-Ferdinand Céline.
  • El cazador oculto, de J.D. Salinger (el que más rescato de todos).
  • Una versión pirata de La palabra del mudo, de Julio Ramón Ribeyro.
Nada me convence ni me maravilla. Si bien reconozco las virtudes y el repertorio técnico de los escritores, ninguno de los que he abandonado ha llegado a conmoverme ni a atraparme. En ese fugaz duelo que se juega un escrito para atraer a un lector, desafortunadamente han ganado mi indolencia y mi pereza. Esto ni siquiera es consciente; simplemente, los días pasan y me doy cuenta de que el libro está estancado en la misma página. A veces se queda dentro de mi maleta largos periodos de tiempo.





Retomo a Bianco: una profesora del instituto había recomendado enfáticamente su nouvelle. Como debía escoger alguna a la fuerza para hacer una monografía, me decanté por esa. Empecé a leerla tres semanas atrás y me gustó, incluso sentí cierta identificación con la forma de narrar de Bianco. No obstante, después de la primera noche —las primeras veinte páginas, más o menos— no volví a abrir el archivo, hasta ahora, que estaba forzado por las circunstancias académicas.

En esta segunda oportunidad Bianco no me pareció tan simpático. Está ese narrador tan lejano, tan pasivo, tan distante. Parece casi una tercera persona. El uso de la primera persona se nota forzado para sustentar el giro del final. En los momentos importantes de la historia, cuando los personajes interactúan alrededor del protagonista, siempre parece que ignoraran a este último, que merodea y describe como una figura fantasmal. Parece que todos conversan y se comportan en función de los propósitos del narrador, cuyas intervenciones con el piano no terminan de darle el rol activo que se proponen.

Me pregunto qué propósito tiene la presencia del profesor Núñez, o ese largo diálogo en el que discuten el rol del artista en la sociedad, que parece más bien un inserto mal disimulado de una opinión de Bianco. Por su parte, el personaje de Isabel, que tiene preponderancia en la primera parte de la historia, se va disipando lentamente hasta volverse un personaje accesorio. Esto incluso atenta contra el peso que debería tener la madre dentro del conflicto planteado. Durante un largo trayecto de páginas, la figura de la madre se subordina a los designios de Isabel, vive bajo su sombra, hasta tal punto que Bianco ni siquiera le dio nombre propio, y sin embargo es un núcleo importante de la historia. En definitiva, lo que advertí es que Bianco descuidó sus personajes.

Ahora he aquí el asunto: cuando me encuentro ante este tipo de limitaciones, las rotulo como un error del escritor. A fuerza de taller, aprendí a no perdonarle nada a nadie, a no cegarme por el prestigio de nadie, literariamente hablando al menos. De manera que mi conclusión suele ser “El tipo se pifió, su novela no es perfecta, no sigo leyendo” (este proceso está racionalizado en este caso particular y solo ahora pude reducirlo a un registro coherente de palabras; hasta ahora había sido puramente inconsciente).

En la clase de hoy en la que tenía que hablar de Las ratas descubrí algo desalentador: los lectores en general están dispuestos a perdonar este tipo de fallas e incluso atribuírselas a cierta intencionalidad del escritor. De manera que cándidamente pueden estar de acuerdo conmigo en que Isabel pierde peso pero, en su caso, lo justifican diciendo que Bianco quiso hacerlo así y manejar el personaje “como una marea”. Este argumento, en la clase, me pareció estúpido e imperdonable, pero no dije nada. Me di cuenta de que ellos eran lectores dispuestos a dejarse llevar por una historia y que no interponían un criterio riguroso. Me di cuenta de que existen lectores que pueden apreciar la literatura como un hecho artístico y casi contemplativo. Yo fui ese tipo de lector, pero ya no.

Ahora soy un lector necio, difícil, caprichoso, arrogante, egoísta, necio y exigente. Como dije, no perdono nada y no me dejo conmover: antes pongo cualquier cantidad de obstáculos y de preguntas (es una mecánica que me quedó incorporada en el taller). Se requiere un golpe muy grande para inquietarme, para llamar mi atención, algo que también ocurre incluso en mi vida real, con las personas y con cualquier evento en particular. Estoy dispuesto a reconocer que esto es un síntoma de arrogancia suprema, aunque sospecho que hay otro motivo más profundo y de naturaleza opuesta. La literatura ha pasado a ser un camino de verdad espiritual, de perfección, de pureza, de redención: una religión que no todos pueden profesar y que requiere sacrificio y castigo, pero que creo que me está quedando cada vez más lejos.

Esta especie de capricho criticón ha manchado incluso mi rutina como escritor. Estoy escribiendo mucha porquería desde hace un mes: escritos que no resisten los obstáculos y las preguntas que me planteo. No sobrevivo a mi propia crítica, que se infló como un monstruo despiadado. De este modo, me frustro desde antes de sentarme a escribir. Temo haberme convertido más en un crítico inefectivo y envidioso que en un verdadero escritor.

Vamos a hacer un recuento de por qué abandoné los libros antes reseñados:
  • La conjura de los necios: Si bien el protagonista está bien construido, hay escenas bien narradas y divertidas, no rastreo ningún conflicto que me haga sentir identificado y que por lo tanto me interese. Solo veo que debo seguir a un tipo caprichoso e irritante.
  • Henderson, el rey de la lluvia: Me encantó la narración del trasfondo del protagonista, de qué fue lo que lo llevó a ir a África. Sin embargo, cuando hace el viaje todo se va al diablo. Me aburrí inmediatamente.
  • El primer tomo de Notre Dame de París: Victor Hugo es un gran escritor, me agrada, pero en esta oportunidad le da por soltar un ladrillo de cincuenta páginas de apreciaciones arquitectónicas que no me dio la gana de soportar.
  • Las cartas de la ayahuasca: Llegó a mí por Carlos, que me lo recomendó por las descripciones que Burroughs hacía sobre Colombia. Leí esa parte, hasta que mete uno de esos escritos tan beat que me provocó rechazo.
  • Senilidad: Una voz narrativa muy vieja y cansina. Los personajes tampoco me atrajeron.
  • Uno que tiene las dos novelas de Flannery O´Connor: Me gustó mucho su narración, pero me dio pereza. No puedo decir por qué.
  • Tres rosas amarillas: Ya había leído este libro antes. En esta oportunidad leí todos de nuevo, salvo el último, el que le da nombre al libro, el de Chéjov. Creo que en este caso simplemente me ganó mi impulso por dejar cosas incompletas.
  • El almuerzo desnudo: Es un bloque sólido impenetrable. Maneja sus propios códigos y sus propios ritmos, y no tengo paciencia para tratar de entenderlos si no voy a escribir así. Quiero leer algo que me permita asimilar una técnica para aplicarla a mi escritura, y no me veo escribiendo “protoplasma” (o “ectoplasma”, no me acuerdo).
  • Adiós a las armas: Es la segunda vez que trato con este libro y lo abandono sin darme cuenta. No puedo decir por qué. Intuyo que el conflicto no me atrae.
  • La higiene del asesino: Este libro me dio rabia. El personaje del escritor está bien armado y hay una buena dinámica en los diálogos, pero la verdad es que el problema planteado me resulta inofensivo y poco atractivo. No sé por qué debo seguir leyendo las opiniones de un tipo que claramente me detestaría (como ser humano común y corriente) y que se cree por encima de todos. Que viva en su mundo. No me interesa conocerlo.


Más allá de consideraciones literarias, también le doy una cuota de responsabilidad a mi vagancia, mi inconsistencia y las frustraciones acumuladas que se han cultivado durante este mes. Mi plan de ir a Colombia a fin de año se fue al carajo por razones que están fuera de mi alcance y ante las que no puedo hacer nada; me siento solo; quiero enamorarme y no puedo; no puedo dormir a horas decentes; cierta persona a la que le escribo no me contesta ya los correos, entre otras cosas: todo eso me jode, me tiene totalmente desencantado y quemado.

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