viernes, 11 de julio de 2014

Octubre 10 de 2013

Hoy llegó N. a la clase, tan primorosa y tan radiante como siempre aparece ante mis ojos. Tenía el pelo mojado. Sus curvas me provocan en esa forma lasciva que despierta mi parte animal, y su rostro entusiasma mis idealizaciones y fantasías románticas. Esta combinación tan perfecta, tan justa en su medida, que pocas mujeres alcanzan… me vuelve loco, me subyuga, en particular cuando se contrasta con mi incapacidad.

No había mucha gente. De los siete alumnos, solo dos —ella y yo— éramos de la carrera; los demás tomaban el curso como estudiantes externos. Probablemente esto fue el sustento de la complicidad que hoy me mostró con más énfasis que antes. Yo le señalé unas hojas rosadas en las que ella había imprimido un archivo. La verdad es que yo también estaba en un ánimo raro, más aventurado de lo normal.

Como siempre, llegó un momento en el que la profesora nos puso a hacer un trabajo idiota sobre una entrevista. A mí no me interesaba en absoluto, y de hecho estaba leyendo otra cosa en mi celular, hasta que la profesora hizo un comentario al respecto. Yo no tenía la entrevista a mano.

—Dale, Jeremías, vení —me dijo N., que ya estaba asociada con otra compañera.