Hoy llegó N. a la clase, tan
primorosa y tan radiante como siempre aparece ante mis ojos. Tenía el pelo
mojado. Sus curvas me provocan en esa forma lasciva que despierta mi parte
animal, y su rostro entusiasma mis idealizaciones y fantasías románticas. Esta
combinación tan perfecta, tan justa en su medida, que pocas mujeres alcanzan…
me vuelve loco, me subyuga, en particular cuando se contrasta con mi
incapacidad.
No había mucha gente. De los
siete alumnos, solo dos —ella y yo— éramos de la carrera; los demás tomaban el
curso como estudiantes externos. Probablemente esto fue el sustento de la
complicidad que hoy me mostró con más énfasis que antes. Yo le señalé unas
hojas rosadas en las que ella había imprimido un archivo. La verdad es que yo
también estaba en un ánimo raro, más aventurado de lo normal.
Como siempre, llegó un momento en
el que la profesora nos puso a hacer un trabajo idiota sobre una entrevista. A
mí no me interesaba en absoluto, y de hecho estaba leyendo otra cosa en mi
celular, hasta que la profesora hizo un comentario al respecto. Yo no tenía la
entrevista a mano.
—Dale, Jeremías, vení —me dijo
N., que ya estaba asociada con otra compañera.