Un día llegó un profesor al salón
y dijo: “Vamos a salir a tomar las fotos del anuario”. En esa época yo aún era
parte del grupo de ñoños, aunque no recuerdo haber sido tan estudioso como
ellos. Solo me dejaba llevar por ese aire de buenas notas y le sacaba provecho,
como cuando había trabajos grupales. Sin embargo, para entonces mi lugar en ese
grupo parecía debilitado. Al fin y al cabo, ellos se conocían desde primaria, y
yo había llegado al colegio en séptimo.
Nos dijeron que para las fotos
solo se podían armar grupos de ocho. Cuando vi a mis compañeros contarse me dio
la impresión de que me estaban dejando por fuera. No recuerdo bien cómo ni por
qué llegué a esa idea. Quizás yo mismo me puse a contarlos y vi que sería el
noveno, o probablemente lo que me irritó es que estuvieran contemplando agregar
a su foto a otro tipo que no tenía nada que ver; el caso es que me convencí de
que no iba a aparecer junto a ellos en el anuario. Desencantado y con algo de
rencor, me separé deliberadamente y me puse a caminar por ahí mientras el
profesor tomaba las fotos. De algún modo terminé junto a los renegados del
salón: un par de repitentes y otros más con los que a nadie le interesaba
tomarse fotos. Uno se la pasó burlándose de las abundantes cejas del profesor: deformaba
su apellido de Cerón a Cejón y lo llamaba a los gritos: “¡Cejón! ¡Cejón!”. Ese
año aparecí en el anuario con ellos: una foto de seis, en la que tengo cara de
amargado.
Justo después de mi foto tomaron
la de los ñoños, acostados en un montículo de pasto. Mientras volvía al salón
uno de ellos, aún en su pose fotogénica, empezó a decirme “Voltearepas”. Eran
siete.
Creo que ese fue el día en que se
quebró mi amistad con esos compañeros. Luego de eso seguimos andando juntos un
tiempo, pero gradualmente empecé a alejarme y a sacar notas cada vez más
mediocres, hasta que perdí un año.