- Llevo varios días intentando
distintos arranques de capítulo y no paso más allá del primer párrafo. Nada me
convence, nada fluye por sí solo. Estoy en una curva de declive terrible. La
próxima semana debo ir al taller y no tengo nada hecho, ni siquiera una idea,
pocas ganas. Me cuesta mucho concentrarme.
Hoy estoy particularmente
irritado. Me di cuenta ahora que estoy en clase. Verme rodeado de gente me
pasmó, me llevó a la versión dura, silenciosa y odiosa de mí.
Alguien dijo: “No le conocemos la
voz”. Me pidieron entonces que hablara y me rehusé. No tengo ganas, ni fuerzas,
ni estímulos, más allá del fútbol. No me entusiasma nada.
Como se podrá ver, estoy
escribiendo como la mierda.
Frente a mí está sentada N. Ese
encanto irresistible que ejerce sobre mí sin proponérselo. Me pregunto si
querría anular ese encanto, si me convendría más construir un cerco que me
resguarde.
—¿De qué?
No sé decir. Simplemente, ver a
alguien así me deprime, me subyuga, me hace sentir amenazado. Es como si el
mundo estuviera a punto de romperse y el atractivo de alguien como N. fuera el
último destello antes del quiebre definitivo, el último estertor, la última
posibilidad, los huevos de la cucaracha antes de morir.
¿Por qué mi naturaleza es tan
restrictiva? A veces pienso que la muerte será la única forma en la que purgaré
mi condena. Pienso que debo esperar pacientemente, como un preso, a que esto
termine. Suicidarse es hacer trampa: habría que empezar todo de nuevo, así que
veo mi vida como una especie de condena. Hay que esperar, dejar que el tiempo
ruede y me aplaste. Y así lo que escribo es una simple crónica de mis días de
prisión.
Aunque a veces me resisto a esa
condena, a esa crónica, a esas tareas tediosas de mi celda. Me escondo en el
sueño. Duermo como un enfermo: doce horas, a veces más, y aún tengo más sueño
después. Solo quiero dormir y ver fútbol. Lo demás pierde su importancia y su
contorno.
Maldita sea, odio todo: a la
gente, a la profesora de esta clase de mierda, esta ciudad, a N., a mí mismo, a
Daniela, a la gorda escurrida que viene a esta clase, odio escribir, odio vivir
así.
Amo a mi padre,
amo a mi hermana, amo a Arsenal, amo mi soledad, amo escribir, amo tener
dinero.
- Si N. me ignorara y me
despreciara me haría las cosas mucho más fáciles, pero a veces se despide de
mí, a pesar de que no la haya determinado en toda la clase. “Chau, Jeremías”, y con
eso me fulmina. Sopla los pocos ladrillos que pongo.
Necesito ponerle una tapia a esa
influencia en mi vida, para que no me afecte mi impotencia y mi incapacidad y
mi pereza; para no decirme: “Mira, imbécil, lo que te pierdes”. De ese modo
puedo seguir adelante. Si no, cada miércoles y cada jueves y cada vez que la
vea se me van a convertir en una tortura. Así que ahí voy, poniendo un ladrillo
sobre otro, con mucho esfuerzo porque me pesan, y ella llega cada tanto con su
mirada y con su saludo, tan simple como eso, y los derriba. Me queda otra vez
el panorama de ella, tan inalcanzable, tan incomprensible, tan llamativo.
Me gustaría nadar en ella,
respirar sobre ella, escribir sobre ella, dibujarla, escucharla, olerla,
saborearla, tocarla, vivirla, pero entre ella y yo se interpone un cerco
invisible, impenetrable, de una naturaleza superior a mí.
Quizá se trata de eso. En el
fondo, solo intento darle una forma material al muro con mis ladrillitos de
silencio.
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