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miércoles, 2 de octubre de 2013

Observación de sábado

- En el colectivo 55 iba una pareja. Tendrían unos sesenta años. Ella hablaba con mucho entusiasmo, se la pasaba sonriendo. Parecía recién enamorada... quizás lo estaba. Enfocaba su mirada en él, pero no la mantenía fija. Recorría el rostro de él de arriba abajo, de un lado a otro. No giraba su cabeza ni nada; solo los ojos. Se movían como una máquina registradora en sentido horario. No se detenían. Sus ojos eran un frenesí pero solo abarcaban una cosa, a una sola persona: a él, cada imperfección, cada gesto, cada rasgo.

Esto tenía tanto de conmovedor como de enfermizo. Si me fijaran la vista así, me volvería loco; no podría aguantarlo.

martes, 10 de septiembre de 2013

Los diez mandamientos de Werner Herzog (comentados)

Un amigo me pasó un artículo en el que el director Werner Herzog propone sus diez mandamientos para hacer cine. Yo no conozco su obra, no he visto ninguna de sus películas, pero no me hace falta eso para darme cuenta de que el tipo sabe de lo que habla. Seguramente sus trabajos tienen una gran calidad artística. La garantía que tengo al respecto es que sus diez mandamientos destilan una concepción clara de lo que implica y requiere cualquier forma de arte y que trasciende el ámbito del cine.



Dejo cada mandamiento con un comentario propio, que en realidad no tiene por qué interesarle a nadie y quizás solo sea relleno, de manera que si lo prefiere remítase solo a las citas de Herzog o vaya a la fuente directa:


miércoles, 31 de julio de 2013

Comediantes

Me interesan mucho los comediantes. Me parece que el suyo es una forma de oficio literario. El proceso creativo es similar: está sustentado primordialmente en la observación y en la transformación. Las inquietudes de quienes lo practican son similares a las de un escritor, aunque se aproximan por otra vía, con otro efecto. Los rigores de su arte también se emparentan con los de un escritor. En estas palabras Louis CK le rinde homenaje a un recién fallecido George Carlin:



martes, 23 de julio de 2013

La hipocresía

Hoy fui a comprar una Coca Cola. Cuando salía del supermercado vi a una vieja en la entrada. Estaba hablando por celular. Le decía a alguien: “Sí, estamos rodeados de hipócritas”. Tenía un tono de amargura y de juicio, como si ella fuera mejor, como si ella nunca hubiera sido hipócrita.

He pensado en eso últimamente y la verdad es que creo que la hipocresía está mal dimensionada. Ahí estaba esa vieja, y muchos más, que hablan de la hipocresía como algo terrible, como algo feo, de mal gusto. Se aterran. Dicen: “Oh, qué persona tan hipócrita; no puedo creerlo”.

Yo sí puedo creerlo. He llegado a la conclusión de que eso no es ni tan malo como lo catalogan, de hecho es natural, es necesario para la sociedad. Estas personas deberían admitir que no hay ningún mérito en juzgar o señalar a otros por hipócritas. Ellas mismas habrán sido hipócritas alguna vez. No hay ser humano que no se vea obligado a serlo, por la simple razón de que sin eso, sin esa mentira amable que se ofrece, tendríamos que decirles a las personas algo que casi nunca les gusta y que además les resulta doloroso: la verdad.

Muchas veces me han abordado con esa pregunta: “¿Le caigo mal?”. Curiosamente, proviene de personas que saben bien la respuesta, que tienen una marcada intuición de mi desagrado o antipatía hacia ellas. Sin embargo, hacen la pregunta como si de verdad necesitaran saberlo, como si la “verdad” les fuera a solucionar o a aliviar algo. Pero es todo lo contrario. En realidad, esas personas esperan dos efectos con su pregunta: por un lado, dejar al otro (en este caso yo) expuesto, con la prueba material en la boca; o bien una absurda esperanza todavía les hace creer que van a recibir la respuesta contraria. Sea como sea, tengo claro que ninguna de estas personas está preparada para la “verdad”, que hacen preguntas esperando una respuesta concreta, lo cual constituye una mala forma de preguntar. De manera que no suelo responder a esto.

A la gente no le gusta la “verdad”. Es el mismo trasfondo que envenena las preguntas “¿Estoy gorda?” o “¿Me quieres?”. La gente alaba y adorna la verdad como una diosa, pero a la hora de la verdad, cuando la tienen en las manos, les quema y reaccionan con vehemencia. Siempre pasa, a cada momento, todos los días, mientras seamos seres sociales. Siempre me veo en situaciones en las que si dijera toda la verdad lo único que me ganaría sería un disgusto. La gente debe moverse en la cordialidad, en la prudencia, en un equilibrio falso. Estoy en un cumpleaños y no puedo ponerme de pie y decirle a un tipo: “Estoy hasta la mierda de que hable de sus viajes, de su egolatría y de su ruido”. Ni puedo preguntarles a otras invitadas: “¿Por qué mierda hablan con acento paisa para hacerse las graciosas? No lo es. Y de paso, ¿qué les jode de que yo no hable?”. Tendría algo para cada persona en ese cumpleaños, pero no lo digo porque lo más probable es que me echen a patadas. Así que opto por quedarme callado y no revelar esta “verdad” sobre estas personas. En cambio, me quedo un tiempo con ellas e incluso me río si dicen algo gracioso. Las saludo y las despido. Si alguna de estas personas se enterara posteriormente de la molestia que les tengo y de lo ridículas que me parecen ciertas actitudes suyas, probablemente podría ser tildado de hipócrita.

El anterior es un ejemplo condensado, pero esta situación siempre se da en la vida. Lamentablemente, a pesar de lo que se dice, los seres humanos no toman bien la verdad, al menos la de otros semejantes, si no se ajusta a la propia. Lo que quiero decir con esto es que la hipocresía es un mecanismo de respiración social. Sin ella todos se estarían peleando contra todos.

Evidentemente, hay grados de hipocresía. Hay quienes se acercan con una deliberada falsedad porque buscan un propósito definido. No obstante, ni siquiera en esto veo algo malo. En definitiva, los humanos no hacen otra cosa sino usarse y aprovecharse entre sí. Creo que una clara conciencia de esto es más pacífica que la de ideales desproporcionados como la amistad, y el amor, tan inflados por un imaginario colectivo que su quiebre es inminente. A esos que viven tras enormes ideales tarde o temprano les llegará algo que pinchará su burbuja y les hará ver la realidad. A esos que aparentan felicidad todo el tiempo, serenidad y orden, en algún momento se les va a caer la máscara y no les va a gustar la luz del sol, la verdad que dice que a nadie le importa el otro y que todos estamos por nuestra cuenta, en este mundo salvaje.

No promuevo que esta situación derive en amargura y resentimiento. Es el camino que yo tomé, pero porque soy un incapaz. Sí es posible vivir sabiendo eso y moverse sanamente por la sociedad; es posible interactuar bajo ciertos valores, siempre y cuando no se sea cándido y terco. Nada de eso que venden existe… se puede probar por un rato, pero es demasiado grande, demasiado perfecto para que una imperfección como la humanidad lo conserve. El amor, la amistad, la justicia, la verdad: todas esas cosas son así, nos eluden, nuestros brazos no las pueden abrazar, solo rasguñar.

Tampoco creo que se deba ser hipócrita con todos, pero sí creo que se podría revaluar el mal concepto en el que se tiene esta práctica. Si descubre la hipocresía de alguien, no se alarme, no se desmoralice, no se escandalice, no diga “Oh, no lo puedo creer”, porque sí que podría creerlo; de hecho es muy probable que se haya visto obligado a ser en alguna medida hipócrita con alguien. Si le ve la mentira siga adelante y no juzgue al pobre hijo de vecino: es natural.

viernes, 3 de mayo de 2013

Ejercicios

De John Gardner (Para ser novelista):


El error del joven escritor que imita lo que ve en la televisión en lugar de lo que ve en la vida real es, en esencia, el mismo que el del joven escritor que imita a otro anterior a él. Puede parecer más prestigioso imitar a James Joyce o a Walker Percy que Todo queda en familia; pero a las imitaciones literarias les falta lo que se espera de toda buena literatura: la visión propia del autor.Esto no quiere decir que la imitación no sea un recurso útil en el aprendizaje. Hay profesores que la recomiendan en ese aspecto, y en el siglo XVIII se consideraba el medio idóneo para aprender a escribir. Como he dicho antes, se puede aprender mucho mecanografiando palabra por palabra una obra de algún gran escritor: es una forma de leer con mucho detenimiento. Y se puede aprender mucho estudiando a un escritor al que se admira y trasladando todo lo que dice a la propia manera de ver las cosas. Pero por regla general, cuanto más exhaustivamente se analiza a un escritor, más claro se ve que la forma de escribir de éste nunca podrá ser la propia. Ábrase una novela de Faulkner y cópiense unos cuantos párrafos, pero cambiando las particularidades para que se correspondan con el mundo que uno conoce.
(...)
Crearse ejercicios propios. Por ejemplo: –Escribir una frase de cuatro páginas, con sentido (y sin hacer trampas usando dos puntos y puntos y comas que son en realidad puntos).–Escribir un pasaje de dos o tres páginas de buena prosa (es decir, que se lea con facilidad) con frases cortas.–Describir un breve incidente en cinco estilos completamente diferentes; por ejemplo, un hombre tropieza al apearse del autobús y al levantar la vista ve a una mujer sonriendo. Mejorar el vocabulario, pero no a la manera del Reader's Digest (que preconiza el uso de palabras largas y rebuscadas) sino copiando sistemáticamente del diccionario todas las palabras relativamente cortas y comunes que le parezca que no suele emplear, incluida su definición si es necesario, y forzándose después a usarlas como si se le ocurrieran espontáneamente; dicho de otra manera, a usarlas con la misma naturalidad con que se conversa en una fiesta.

Hay que hacerle caso a ese hombre.

viernes, 19 de abril de 2013

A propósito del maestro


Hace poco pasó algo que me hizo recapacitar en un elemento muy importante para cualquier oficio creativo, al menos para el que empieza: la relación alumno-maestro. Así lo veo yo:

"Me parecía algo dado, algo cierto que todos sabían: a un maestro debes respetarlo casi como a un padre. Por algo te acoges a su criterio, a su taller, a su guía. De nada sirve que te aproximes a un maestro con terquedad y permitas que tu soberbia disminuya su figura a favor de la tuya y de tus percepciones miopes y poco desarrolladas. El maestro está allí por sacrificio propio, por talento propio, por destino propio, y eso es incuestionable. Si no apruebas su forma de ser o su método entonces déjalo y busca otro, pero sin odio, sin agresión. Esto es algo que yo siempre he tenido claro y que he manejado con todos mis maestros, aun por encima de la dureza con la que me enseñaron. Aunque llegué a creerme inútil, incapaz y poca cosa, nunca transferí esto a mis maestros, porque ellos para mí estuvieron una dimensión más allá, fuera del alcance de mi vanidad y de mi rabia, incluso del de mi amistad. A un maestro tengo que verlo como algo misterioso e inasible, como algo divino, puesto allí por una fuerza superior, como un elemento de luz. Mientras es mi maestro, lo despojo de su humanidad, al menos en lo más repugnante y vulnerable de esta, y lo idolatro. No me vuelvo un obsecuente ni el miembro de un club de fans, sino que su criterio y sus preceptos son, mientras esté bajo su amparo, válidos".

viernes, 12 de abril de 2013

Ejercicios


He hecho varios ejercicios en mis intentos por escribir. Me refiero a ejercicios de aproximación a la técnica. Hoy redescubrí uno de ellos.

Por mencionar algunos de los que he hecho:

  • Copiar literalmente el texto de un autor que me gusta. Esto me permitió adentrarme en sus mecanismos y explorar la dinámica de las palabras, de la puntuación y la cadencia de la narración. Este ejercicio automático también me ayudó a asimilar algo de ritmo en la escritura. Sin embargo, no tuve mucha paciencia y lo hice pocas veces.
  • Una variante del anterior consiste en copiar el cuento y hacerle modificaciones para adecuarlo a un contexto propio. Yo lo hice con un cuento de Simenon: “Siete pequeñas cruces en una agenda”. De ahí me resultaron cosas como:

Lecoueur, sentado frente a un computador, retiró los auriculares de sus oídos, a fin de poder seguir la conversación.
—¿En qué parte del país?
—Riohacha
—No creo que los inviernos de Riohacha sean ahora más fríos de lo que fueron hace cuarenta años. Son fantasías suyas, traídas de los cabellos de la nostalgia
—Yo creo que sí son más fríos, con eso del fenómeno del niño es posible. En fin, cuando volvíamos a la casa ya nos tenían preparado un sancocho de pescado delicioso, no se le comparaba a nada.
Me inventaba cualquier cosa pero creo que me sirvió. Esto solo lo hice una vez.
  • Otro ejercicio fue el de copiar diálogos reales. Traté de grabar conversaciones pero tuve muchísimos problemas logísticos, de manera que recurrí a entrevistas en la televisión y a programas radiales: grababa con un celular y luego copiaba cada palabra, cada inflexión, cada duda. Esto estuvo emparentado con el trabajo que me introdujo en el mundo editorial: transcripción. Es muy pesado y exigente físicamente, pero creo que sirve para reconocer la dinámica de una conversación real.


Este último fue el que redescubrí gracias a “una grandiosa facilidad que otorgan los medios actuales y que creo que de algún modo debe ser aprovechada. Yo no puedo, no soy brillante. Pero seguramente alguien lo hará. Diálogos de chat en Facebook, puestos en forma tradicional” (de mi diario). De esta manera descubrí la naturalidad y fluidez que cierto amigo acusa que me hacen falta. Quiero decir que la sentí, la saboreé en la transcripción, mas no he tenido tiempo de aplicarla a mis textos porque decidí escribir esto y ya son las seis de la mañana.

domingo, 7 de abril de 2013

Mierda, puta, carajo


Me subí a un bus, detrás de una mujer que me pareció atractiva. Me ubiqué de pie, a su lado. Pensé que iba sola pero después de pagar los pasajes se le unió un tipo. Tenía puesta una capucha y al parecer iba de mal humor. La mujer le hizo un gesto con la mano y le preguntó algo así como “¿qué quieres que haga?”. Poco después un hombre desocupó un puesto y la mujer se sentó, de manera que el tipo y yo quedamos lado a lado, frente a la mujer.

Me atraían sus ojos verdes. Me recordaban algo, pero no sabía definir qué y ese misterio era el que me hacía observarla con atención. Cada tanto le hablaba al tipo como en un susurro; el tipo tenía que agacharse para escucharla. Primero ella le dijo que se quitara la capucha, y el tipo obedeció. Me pareció curioso que ella le diera tanta importancia a eso, que se animara a ordenarle al tipo que se la quitara y, en definitiva, que él lo hiciera tan sumisamente. En cada comentario descubría un rasgo que me llamaba la atención, pero seguía sin saber por qué, pues no podría decir que esa atracción fuera tan notoria y fulgurante como la de mis continuos enamoramientos efímeros. Era esa onda de misterio y casi oscuridad, de imperfección, que me cautivaba. Sus manos estaban muy avejentadas. En cierto momento le dijo algo al tipo y vi que sus dientes le sobresalían un poco en la sonrisa; también le preguntó la hora al tipo y se sorprendió con la respuesta, empezó a rezongar y a negar con la cabeza. Me puse a pensar en los gestos calculados, actuados y trillados que a veces adopta la gente.

El tipo, por su parte, tenía una mirada maligna, de suficiencia y soberbia, que me resultaba antipática. Su corte de pelo me intrigó un poco y consideré si podría hacerme uno igual. ¿Cómo se lo describiría al peluquero? Tendría que hacerme un dibujo con ese corte de pelo, primero para ver cómo me quedaba y para mostrárselo como modelo al peluquero. Pensé en que debería cambiar de peluquería. El tipo tenía un tatuaje en la muñeca derecha: una mariposa que me pareció ridícula y afeminada. Me lo imaginé con la mujer en brazos, en la cama, y exhibiéndole su mariposa. ¿Qué era eso?, ¿qué historia tendría ese indefendible dibujo en la muñeca?, ¿no bastaba ese mamarracho para restarle cualquier virilidad de la que pudiera presumir en la cama? Sus zapatos eran feos y estaba realmente mal vestido: parecía un delincuente. Supuse que se la pasaría fumando marihuana. Estos argentinos: necesitan escaparse de todo, necesitan bajarle la intensidad a su neurótica e incontrolable cabeza… o a veces todo lo contrario. No me aguanto a la gente. Todos tienen defectos, son feos, son débiles, son mortales. ¿Podría pasarnos un accidente?

Por algún motivo me fijé decididamente en la mejilla de la mujer y me imaginé que le cortaba la cara. Me imaginé que la señalaba para siempre: ese sería nuestro lazo eterno, irrompible, siempre me recordaría. Me metería en problemas, el tipo haría algo: gritaría seguramente… los argentinos son tan gritones… Tenía una navaja en el bolsillo. Podía sacarla, ¿con qué argumento? Alguien sacaría otra arma, un asesino que me habría estado buscando por mucho tiempo y finalmente encontraría su oportunidad, me dispararía. Yo me refugiaría en un asiento —los pasajeros gritarían, desesperados, el tipo buscaría esconderse, ¿qué haría con la mujer?—, las balas pegarían en un tubo, en un espaldar, y yo diría “Mierda, puta, carajo”. Sacaría un revólver y me defendería, sería un asesino diestro y ágil. Me tiraría por la ventana y el tiroteo continuaría en la calle —más gente gritaría, más desorden—. Habría fuego, policías en camino, los noticieros. Sería bueno conocer la fecha de la muerte, y saber que nada podría adelantarla o modificarla, salvo un atentado expreso como un tiro en la sien o una larga caída.

El reloj del tipo era absurdo también. Me fijé en eso cuando la mujer preguntó la hora. El perfil del tipo era agresivo, bruto, primitivo. ¿Quién podía amar a una persona así?

Detrás de mí un par de personas hablaban sobre lugares comunes. Me llamó la atención esa expresión, tan usada en literatura. Las personas decían algo sobre ventas: había que vender con actitud positiva, con buena mentalidad. Eso era un lugar común. Traté de profundizar en la conversación, incliné mi cabeza para escuchar mejor; tenía la mirada perdida en algún punto que este recuerdo no define. Entonces el tipo me dijo algo y señaló el regazo de la mujer. No le había escuchado nada así que le pedí que repitiera. Lo hice amablemente, pensé que me pedía una dirección. Lo que quería saber, en cambio, era si se me había perdido algo. No le entendí así que él aclaró su pregunta: me la había pasado mirando a su novia. Le dije

miércoles, 27 de febrero de 2013

Observaciones de un escritor

Hay una página de Facebook: La gente anda diciendo. Allí ponen frases oídas al pasar en la calle; pequeñas irrupciones en la intimidad de desconocidos, huellas borrosas de vidas, de formas de pensar, de situaciones particulares. Generalmente son cosas que dan pie a especulaciones y fantasías, son bocados, puntas de icebergs. Es hasta cierto punto un ejercicio literario. De todos modos tengo la sospecha de que mucho de eso es inventado, pero da lo mismo. El ejercicio sirve para mantenerse alerta, para no ir por la vida como un ensimismado robot, como una parte de la maquinaria inconsciente y egoísta; sirve para tener consciencia de lo que nos rodea.

Mi sentido preferido es el oído, creo que es el que mejor he desarrollado. Sin embargo, hago este ejercicio con la observación. Aunque escucho conversaciones, solo pongo atención cuando requiero información (por ejemplo, si alguien que me atrajo está casada o con novio). Lo que sí hago con detenimiento es observar. Cada tanto encuentro personas o cosas que me comunican algo particular, algo escondido y fructífero, al menos para alguien a quien le gusta crear personajes.

Suficiente explicación. Ahí va la primera observación: 


- Vi en el 132 a este tipo: un gordo canoso, de unos cincuenta y pico de años. Llevaba una camisa con un emblema en el bolsillo; parecía un uniforme de algo. Podía ser electricista. Se frotaba su barba, en el mentón, y luego se olía el dedo. Había algo escatológico en ese gesto, que repitió durante todo el viaje, creyendo que nadie lo notaba.

En cierto momento sacó una revista: Cocina casera. En la portada tenía una pascualina.