Una vez, en el colegio, un tipo
me dijo: “Usted debería ser hincha de Santa Fe”. En el salón ya era conocido mi
gusto por Arsenal y ese fue el primero de muchos lugares en los que mi alma gunner sería distintiva. Por donde paso,
dejo instaurada la marca de mi pasión, del indeleble amor que le tengo a ese
equipo inglés. Lo primero que me atrajo, como en cualquier entusiasmo animal,
fue un elemento básico y de fácil impacto en los sentidos: los colores. La idea
de una camiseta roja combinada con mangas blancas y el JVC en el pecho me
parecieron una conjunción elegante e insuperable. No me bastó que un equipo de
mi tierra remedara esa vestimenta (el argumento de aquel compañero de clase
para adherirme al Santa Fe); la marca de Arsenal fue única e irrepetible,
demasiado poderosa como para ser igualada: el Bing Bang de mi gusto por el
fútbol.
Hasta esa mañana en la que Fox
Sport transmitía —con la buena intervención en narración y comentarios de dos
chilenos: John Laguna y Christian Bozzo— un juego de Arsenal en Highbury, mi
conocimiento de fútbol era nulo, casi que lo despreciaba. Además, el desarraigo
de pasar mi infancia en otro país me había impedido entablar lazos afectivos
con cualquier club de mi tierra: las costumbres del país en el que estaba
tendían más hacia el béisbol.
De modo que el desarraigo es la
primera razón que explica mi falta de afecto por un club de mi tierra. Y no fue
sino hasta mucho después que me cuestioné si se podía querer un equipo
extranjero con tanta devoción.
Llegué a la conclusión de que sí,
porque en lugar de nutrirme del calor festivo de ir al estadio y ver a los
jugadores en vivo, quizás por el rasgo romántico y más bien artístico de mi
personalidad, me nutro más de la estética, los valores y la belleza en la
ejecución de una disciplina. Arsenal llegó a mi vida con su impronta francesa
(Petit, Vieira, Henry, Grimandi y luego Anelka, Pires, Wiltord) encabezada por
Wenger. Con ese parámetro imponían un estilo de juego hermoso, de pases y
movimientos, enriquecido por el carácter y la fuerza de sus referentes ingleses
(Dixon, Adams, Seaman y Parlour). El toque brillante, de elegancia funcional y
talento, lo daba Bergkamp. A medida que progresó mi gusto por este equipo,
creció mi gusto por el fútbol al reconocerlo como un deporte capaz de reunir lo
mejor del esfuerzo humano. Luego conocí su capacidad para la tragedia, para la
angustia e incluso para el rencor, cuando empecé a comprender las figuras
antagónicas de Tottenham y del Manchester United.
No puedo seguir al equipo en una
forma física (pero sí que veo todos sus partidos), y no puedo aportar el dinero
de una boleta, tampoco tengo contacto directo con los jugadores (al menos,
directo en la medida en que lo permite verlos en el estadio), pero he
descubierto que nada de eso me hace falta y que aun cuando a ellos les importe
poco mi opinión, el dolor o el éxtasis que me provoquen sus juegos, aun cuando
no tenga tanta validez como un hincha de Londres, la energía de mi espíritu está
íntimamente conectada con cada parte de ese gran club. Su filosofía toca en
muchos sentidos mi propia filosofía de vida: el trabajo lento y arduo, el valor
de una institución por encima de todo y el del talento, la clase y la gran
dosis de fe en el futuro guían muchas de mis decisiones personales, incluso mi
vocación literaria.
Creo que un equipo de fútbol
puede hablar y representar no solo una geografía particular, sino una forma de
ver el mundo, una forma de vivir. Los colores y el lema de un escudo pueden ser
el símbolo de algo mucho más grande y significativo que el lazo sanguíneo del
lugar donde se nació o el barrio donde se creció. Si hay voluntad en el alma
para ver el fútbol como algo un poco más grandilocuente y distintivo, se puede
amar un equipo de afuera: aquél que hable con tu mismo tono de voz, aquél que
guste y llene el corazón, aquél por el que se sufra. A fin de cuentas, el gusto
por un equipo tiene mucho de amor, y ese sentimiento es tan irracional y
caprichoso que no admite ninguna medida ni ningún origen lógico.
Soy bogotano, y no soy hincha de
Millonarios ni de Santa Fe, ni necesito serlo. Yo ya estoy casado con un solo
equipo, y no hay más espacio para otro.
John Laguna es mexicano Bozzo es chileno y el que marcaba la pauta con sus comentarios tecnicos y divertidos, Jonh Laguna mejoro con el tiempo ahora se nota extrana su companero de tantas transmisiones del beautiful game. Ya no es lo mismo y lo dice mucha gente.
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