Hoy fui a comprar una Coca Cola.
Cuando salía del supermercado vi a una vieja en la entrada. Estaba hablando por
celular. Le decía a alguien: “Sí, estamos rodeados de hipócritas”. Tenía un
tono de amargura y de juicio, como si ella fuera mejor, como si ella nunca
hubiera sido hipócrita.
He pensado en eso últimamente y
la verdad es que creo que la hipocresía está mal dimensionada. Ahí estaba esa
vieja, y muchos más, que hablan de la hipocresía como algo terrible, como algo
feo, de mal gusto. Se aterran. Dicen: “Oh, qué persona tan hipócrita; no puedo
creerlo”.
Yo sí puedo creerlo. He llegado a
la conclusión de que eso no es ni tan malo como lo catalogan, de hecho es
natural, es necesario para la sociedad. Estas personas deberían admitir que no
hay ningún mérito en juzgar o señalar a otros por hipócritas. Ellas mismas
habrán sido hipócritas alguna vez. No hay ser humano que no se vea obligado a
serlo, por la simple razón de que sin eso, sin esa mentira amable que se
ofrece, tendríamos que decirles a las personas algo que casi nunca les gusta y
que además les resulta doloroso: la verdad.
Muchas veces me han abordado con
esa pregunta: “¿Le caigo mal?”. Curiosamente, proviene de personas que saben
bien la respuesta, que tienen una marcada intuición de mi desagrado o antipatía
hacia ellas. Sin embargo, hacen la pregunta como si de verdad necesitaran
saberlo, como si la “verdad” les fuera a solucionar o a aliviar algo. Pero es
todo lo contrario. En realidad, esas personas esperan dos efectos con su
pregunta: por un lado, dejar al otro (en este caso yo) expuesto, con la prueba
material en la boca; o bien una absurda esperanza todavía les hace creer que
van a recibir la respuesta contraria. Sea como sea, tengo claro que ninguna de
estas personas está preparada para la “verdad”, que hacen preguntas esperando
una respuesta concreta, lo cual constituye una mala forma de preguntar. De
manera que no suelo responder a esto.
A la gente no le gusta la
“verdad”. Es el mismo trasfondo que envenena las preguntas “¿Estoy gorda?” o
“¿Me quieres?”. La gente alaba y adorna la verdad como una diosa, pero a la
hora de la verdad, cuando la tienen en las manos, les quema y reaccionan con
vehemencia. Siempre pasa, a cada momento, todos los días, mientras seamos seres
sociales. Siempre me veo en situaciones en las que si dijera toda la verdad lo
único que me ganaría sería un disgusto. La gente debe moverse en la
cordialidad, en la prudencia, en un equilibrio falso. Estoy en un cumpleaños y
no puedo ponerme de pie y decirle a un tipo: “Estoy hasta la mierda de que
hable de sus viajes, de su egolatría y de su ruido”. Ni puedo preguntarles a
otras invitadas: “¿Por qué mierda hablan con acento paisa para hacerse las
graciosas? No lo es. Y de paso, ¿qué les jode de que yo no hable?”. Tendría algo
para cada persona en ese cumpleaños, pero no lo digo porque lo más probable es
que me echen a patadas. Así que opto por quedarme callado y no revelar esta
“verdad” sobre estas personas. En cambio, me quedo un tiempo con ellas e
incluso me río si dicen algo gracioso. Las saludo y las despido. Si alguna de
estas personas se enterara posteriormente de la molestia que les tengo y de lo
ridículas que me parecen ciertas actitudes suyas, probablemente podría ser
tildado de hipócrita.
El anterior es un ejemplo condensado,
pero esta situación siempre se da en la vida. Lamentablemente, a pesar de lo
que se dice, los seres humanos no toman bien la verdad, al menos la de otros
semejantes, si no se ajusta a la propia. Lo que quiero decir con esto es que la
hipocresía es un mecanismo de respiración social. Sin ella todos se estarían
peleando contra todos.
Evidentemente, hay grados de
hipocresía. Hay quienes se acercan con una deliberada falsedad porque buscan un
propósito definido. No obstante, ni siquiera en esto veo algo malo. En
definitiva, los humanos no hacen otra cosa sino usarse y aprovecharse entre sí.
Creo que una clara conciencia de esto es más pacífica que la de ideales
desproporcionados como la amistad, y el amor, tan inflados por un imaginario
colectivo que su quiebre es inminente. A esos que viven tras enormes ideales
tarde o temprano les llegará algo que pinchará su burbuja y les hará ver la
realidad. A esos que aparentan felicidad todo el tiempo, serenidad y orden, en
algún momento se les va a caer la máscara y no les va a gustar la luz del sol,
la verdad que dice que a nadie le importa el otro y que todos estamos por
nuestra cuenta, en este mundo salvaje.
No promuevo que esta situación
derive en amargura y resentimiento. Es el camino que yo tomé, pero porque soy
un incapaz. Sí es posible vivir sabiendo eso y moverse sanamente por la
sociedad; es posible interactuar bajo ciertos valores, siempre y cuando no se
sea cándido y terco. Nada de eso que venden existe… se puede probar por un
rato, pero es demasiado grande, demasiado perfecto para que una imperfección
como la humanidad lo conserve. El amor, la amistad, la justicia, la verdad:
todas esas cosas son así, nos eluden, nuestros brazos no las pueden abrazar,
solo rasguñar.
Tampoco creo que se deba ser
hipócrita con todos, pero sí creo que se podría revaluar el mal concepto en el
que se tiene esta práctica. Si descubre la hipocresía de alguien, no se alarme,
no se desmoralice, no se escandalice, no diga “Oh, no lo puedo creer”, porque
sí que podría creerlo; de hecho es muy probable que se haya visto obligado a
ser en alguna medida hipócrita con alguien. Si le ve la mentira siga adelante y
no juzgue al pobre hijo de vecino: es natural.
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