Me subí a un bus, detrás de una mujer
que me pareció atractiva. Me ubiqué de pie, a su lado. Pensé que iba sola pero
después de pagar los pasajes se le unió un tipo. Tenía puesta una capucha y al
parecer iba de mal humor. La mujer le hizo un gesto con la mano y le preguntó
algo así como “¿qué quieres que haga?”. Poco después un hombre desocupó un
puesto y la mujer se sentó, de manera que el tipo y yo quedamos lado a lado,
frente a la mujer.
Me atraían sus ojos verdes. Me
recordaban algo, pero no sabía definir qué y ese misterio era el que me hacía
observarla con atención. Cada tanto le hablaba al tipo como en un susurro; el
tipo tenía que agacharse para escucharla. Primero ella le dijo que se quitara
la capucha, y el tipo obedeció. Me pareció curioso que ella le diera tanta importancia
a eso, que se animara a ordenarle al tipo que se la quitara y, en definitiva,
que él lo hiciera tan sumisamente. En cada comentario descubría un rasgo que me
llamaba la atención, pero seguía sin saber por qué, pues no podría decir que
esa atracción fuera tan notoria y fulgurante como la de mis continuos
enamoramientos efímeros. Era esa onda de misterio y casi oscuridad, de
imperfección, que me cautivaba. Sus manos estaban muy avejentadas. En cierto
momento le dijo algo al tipo y vi que sus dientes le sobresalían un poco en la
sonrisa; también le preguntó la hora al tipo y se sorprendió con la respuesta,
empezó a rezongar y a negar con la cabeza. Me puse a pensar en los gestos
calculados, actuados y trillados que a veces adopta la gente.
El tipo, por su parte, tenía una mirada maligna, de suficiencia y soberbia, que me resultaba antipática.
Su corte de pelo me intrigó un poco y consideré si podría hacerme uno igual.
¿Cómo se lo describiría al peluquero? Tendría que hacerme un dibujo con ese
corte de pelo, primero para ver cómo me quedaba y para mostrárselo como modelo
al peluquero. Pensé en que debería cambiar de peluquería. El tipo tenía un
tatuaje en la muñeca derecha: una mariposa que me pareció ridícula y afeminada.
Me lo imaginé con la mujer en brazos, en la cama, y exhibiéndole su mariposa.
¿Qué era eso?, ¿qué historia tendría ese indefendible dibujo en la muñeca?, ¿no
bastaba ese mamarracho para restarle cualquier virilidad de la que pudiera
presumir en la cama? Sus zapatos eran feos y estaba realmente mal vestido:
parecía un delincuente. Supuse que se la pasaría fumando marihuana. Estos
argentinos: necesitan escaparse de todo, necesitan bajarle la intensidad a su
neurótica e incontrolable cabeza… o a veces todo lo contrario. No me aguanto a
la gente. Todos tienen defectos, son feos, son débiles, son mortales. ¿Podría
pasarnos un accidente?
Por algún motivo me fijé decididamente
en la mejilla de la mujer y me imaginé que le cortaba la cara. Me imaginé que la
señalaba para siempre: ese sería nuestro lazo eterno, irrompible, siempre me
recordaría. Me metería en problemas, el tipo haría algo: gritaría seguramente…
los argentinos son tan gritones… Tenía una navaja en el bolsillo. Podía
sacarla, ¿con qué argumento? Alguien sacaría otra arma, un asesino que me
habría estado buscando por mucho tiempo y finalmente encontraría su oportunidad,
me dispararía. Yo me refugiaría en un asiento —los pasajeros gritarían, desesperados,
el tipo buscaría esconderse, ¿qué haría con la mujer?—, las balas pegarían en
un tubo, en un espaldar, y yo diría “Mierda, puta, carajo”. Sacaría un revólver
y me defendería, sería un asesino diestro y ágil. Me tiraría por la ventana y
el tiroteo continuaría en la calle —más gente gritaría, más desorden—. Habría
fuego, policías en camino, los noticieros. Sería bueno conocer la fecha de la
muerte, y saber que nada podría adelantarla o modificarla, salvo un atentado
expreso como un tiro en la sien o una larga caída.
El reloj del tipo era absurdo también.
Me fijé en eso cuando la mujer preguntó la hora. El perfil del tipo era
agresivo, bruto, primitivo. ¿Quién podía amar a una persona así?
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