Ayer, después de ver el partido de Champions League, me dieron ganas de escribir al respecto. Dejé que pasara el rato y cuando me di cuenta era hora de ir al taller. Regresé a mi cuarto a las dos de la mañana y me acosté (miento: escribí un poquito pero de otra cosa). Hoy eso se diluyó un poco. Quizás lo haga de todos modos y ponga otra entrada hoy, así que de antemano pido disculpas. Por ahora pongo lo que tengo atorado:
Abril 20
- Algo sobre esa clase de los
jueves en la que nos ponen a escribir: el profesor hace que leamos nuestros
escritos frente a todos. Es una dinámica a la que ya estoy más que
acostumbrado. He aquí el problema: tras cada lectura, todos aplauden. Son todas
mujeres y aplauden, lea quien lea, escriba lo que escriba. Ayer, por ejemplo,
dos lloraron: una por el escrito de alguien que hablaba de recuperar la
esperanza, con un manejo literal y medio cursi; otra por el relato de un padre
que moría. Se les enrojecieron los rostros y apretaron la boca, alguien dijo
“Aaaah, está llorando”. Pero siempre hay aplausos y nadie dice nada malo.
Siempre son cosas como “exquisitas descripciones”, “me gustó…”, “me encantó…”.
Parece una piyamada en la que todas se dan con almohadas rosadas; plumas y
mariposas vuelan a nuestro alrededor.
Ah, pero yo vengo de otra
escuela, de la dura. En el lugar de donde yo vengo, amigas, tengo que estarme
cuidando de las balas. Allí nadie concede nada. Tienes que ir con cuidado y no
recibes un aplauso ni de casualidad. Te enfrentas a la rabia y a la crítica del
mundo bravo, condensada en unas pocas personas. Estás expuesto y sientes que
vas a perder la vida si no te cuidas. Atención: tienes que hacer lo mismo
cuando otro pasa al examen; no puedes concederle nada, tienes que apuntar a sus
debilidades y derribarlo por ahí. No hay maledicencia en esto; es lo mejor que
puedes darle, es tu compromiso más firme con el prójimo.
Entonces yo, que estoy
acostumbrado, o mejor dicho ya condicionado al error, al tropiezo literario, me
enfoco en eso: no sé ver otra cosa o digamos que si la hay la descarto para
encontrar la fisura. Por eso mi crítica siempre se va a desviar hacia la
carencia más que al atributo. El halago no nos ayuda, no nos sirve (a los que
venimos de por allá, de donde les digo). De manera que cuando llega la hora de
opinar me quedo callado, más que por timidez o indolencia, porque sé que lo que
tengo por decir no va a caer bien en ese ambiente alegre y amable de aplausos.
Tampoco aplaudo y con esto me comprometo a mi verdad y soy lo más franco que
puedo. En las últimas lecturas, ya consciente de esta incompatibilidad,
simplemente presto algo de atención básica a lo que leen y dejo que otro tanto
de mi concentración divague en los vericuetos de mis propias escrituras.
Es curioso, sin embargo, que este
grupo de apoyo me estimule las ganas de leer. Pero no ahí, para ellas (aunque
tampoco rechazo la oportunidad de lucirme), sino en el taller. Sentado ahí los
jueves me digo “Mierda, tengo que leer en el taller este martes; es
absolutamente necesario; es incluso placentero”. En esta clase de los jueves
solo he leído una vez: esa en la que tuve impacto. Esta semana no me tocó leer
ni en una clase ni en otra por una cadena de desencuentros, y ya estoy ansioso
por leerles a mis compañeros de los martes (los que esquivamos balas) y a mis
compañeras de los jueves (las que me darán un aplauso seguro). Quizás una cosa
estimule la otra: puede ser que los aplausos de los jueves me reconforten si es
que recibo un totazo el martes, o puede ser que una buena lectura el martes me
llene de convencimiento para el jueves. Incluso puede darse que una lectura de
los jueves me deprima y anule el buen efecto que haya podido tener una lectura
de martes. (Ahora que esta divagación se ha vuelto casi un trabalenguas, la
dejo hasta aquí).
Todavía ansío la posibilidad de
llevar material de la novela a la clase de los jueves. Necesito que una de esas
consignas que nos proponen abarque el mundo de Adaleón y Cecilio. Entonces ya
veremos qué pasa.
Definitivamente un grupo de auto-ayuda! Jajaja.
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