viernes, 11 de julio de 2014

Octubre 10 de 2013

Hoy llegó N. a la clase, tan primorosa y tan radiante como siempre aparece ante mis ojos. Tenía el pelo mojado. Sus curvas me provocan en esa forma lasciva que despierta mi parte animal, y su rostro entusiasma mis idealizaciones y fantasías románticas. Esta combinación tan perfecta, tan justa en su medida, que pocas mujeres alcanzan… me vuelve loco, me subyuga, en particular cuando se contrasta con mi incapacidad.

No había mucha gente. De los siete alumnos, solo dos —ella y yo— éramos de la carrera; los demás tomaban el curso como estudiantes externos. Probablemente esto fue el sustento de la complicidad que hoy me mostró con más énfasis que antes. Yo le señalé unas hojas rosadas en las que ella había imprimido un archivo. La verdad es que yo también estaba en un ánimo raro, más aventurado de lo normal.

Como siempre, llegó un momento en el que la profesora nos puso a hacer un trabajo idiota sobre una entrevista. A mí no me interesaba en absoluto, y de hecho estaba leyendo otra cosa en mi celular, hasta que la profesora hizo un comentario al respecto. Yo no tenía la entrevista a mano.

—Dale, Jeremías, vení —me dijo N., que ya estaba asociada con otra compañera.



Oh, cómo me emocionaron ese “Jeremías Capablanca” y la ironía y la formalidad con las que lo soltó.

Me acerqué solícito, como un perrito. N. tenía las hojas dispuestas de modo que yo no podía leerlas.

—Pero a vos qué te importa —dijo, y yo aprobé—. Quedate ahí y nosotras trabajamos.

En realidad, no trabajamos casi nada. Empecé a darle fuego a la conversación con N. y a sacarla de lo que debíamos hacer. Le pregunté si ya sabía a quién iba a entrevistar, y ella me habló algo sobre su familia; le confesé que no había escrito mi crónica todavía, y ella me recordó que debía hacerla para esta semana; le pregunté por las hojas rosadas; miré sus tetas en un par de descuidos suyos. Debí haberla tocado.

No había reparado antes en sus dientes. Como buena argentina, tienen algo raro. Parecen demasiado pequeños y uno tiene una muesca particular. No exijo perfección en esto, pero los dientes argentinos siempre adquieren configuraciones que los enturbian. De todos modos, la sonrisa de N. me derrite.

Para volver un poco al tema que nos ocupaba, propuse una estupidez. Me comporté como un idiota intencionalmente. Mientras tanto, la otra compañera trataba de ponerse seria y trabajar por su cuenta, pero sé que era difícil con esa dinámica que yo le proponía a N. y a la que ella respondía. No sé si la hice reír. Mejor dicho, no sé si se puede decir que la hice reír; el caso es que hubo risas y mucha agitación, tanto que la profesora lo notó y se acercó unas cuantas veces. En la última dijo:

—Parece que aquí hay mucha socialización.

Sí que la había, “profe”, pero N. es un misterio y no sé cómo abordarla ni cómo llevármela a su cama ni cómo hacer que se interese en mí. Por lo demás, hay gestos suyos que en nuestras interacciones me preocupan e incluso desmotivan, tales como arrebatarme las hojas de la mano, ordenar que retire mis manos de cierto lugar o que trabaje. Esta medida de capricho es similar a su respuesta de “Quiero estar bien ahora” el día en el que “salimos a comer” [mayo 17]. Trataba de hacer que te sintieras mejor, de darte un alivio, hago un esfuerzo para eso, y me respondes así, me la devuelves así.

Entonces cuaja cada vez más la idea de que N. debe ser una mujer difícil de lidiar, bastante caprichosa y mandona, como toda hija consentida. Una mujer así no me sirve, no me conviene, porque atentaría contra mi literatura para imponer sus necesidades, porque me dominaría fácilmente y me pondría a hacerle cosas como un sirviente, a las que yo accedería con gusto y en detrimento de mi vitalidad.

Sin embargo, aún me gustaría estar con N., aún me gustaría saber más de ella, aún me gustaría compartir un rato a su lado sin la charada de un salón de clases. Pero supongo que entonces se impondría la otra charada, más pesada todavía, en la que tengo que agradarle y conquistarla.

Era ese mismo bodoque de clase de la gente que me quería “conocer la voz” la semana pasada [octubre 3 de 2013]. Supongo que me habrán conocido en algo la voz, conversando con N.

N.: tú sabes que te deseo, yo lo sé. ¿Cómo vamos a actuar al respecto? ¿Tú me deseas? ¿Qué debo hacer? ¿Qué esperas que haga? ¿Que haga mi vida y no te joda? ¿Que monte un espectáculo pirotécnico para atraerte? ¿Que te demuestre mi talento? ¿Por qué me haces entrar en ese juego que yo no conozco? ¿Por qué no me invitas a tu vida? Si yo lo hiciera, ¿aceptarías?

Tuvimos que leer nuestras respuestas del trabajo. N. había escrito algo y, poco antes de que llegara su turno de leerlo, me pidió una opinión. Yo le dije:

—Eso está mal. Eso corresponde más a una introducción.

N. se portó en su forma caprichosa y me contradijo. En ese momento la profesora le pidió que leyera. N. le dijo que no iba a poder leerla porque yo le había dicho que estaba mal y la había predispuesto. La profesora, como es usual en ella, hizo un chiste feminista (“No le hagas caso. Es hombre”) y le pidió que leyera. N. hizo algún comentario sobre “los colombianos” y leyó al fin. La profesora le dijo que eso parecía más una introducción.

—Ay, ¡eso me dijo él! —contestó N., señalándome.
—Bueno, yo no quería estar de acuerdo con él, pero es así.

Una victoria agridulce. N. me picó con su esfero o portaminas y dijo, sí, como una niña:

—Te odio.

Oh, N., ámame, ¡carajo! Qué fácil sería así. Fácil para mí, fácil para ti (porque no me verías mendigando como un perro hambriento tu atención).

La clase terminó y salí del salón con ella. Yo tenía otra clase a continuación, y ni siquiera tenía planeado faltar por irme con N. No iba a repetir mi humillación del 17 de mayo; no iba a izar otra vez mi bandera blanca e impotente. Simplemente quería ir a comprar algo.

Me preguntó si iría mañana (o sea, hoy) y le dije que no. Normalmente, voy a la clase de los jueves, pero no esta semana, y todavía menos ahora que me lo preguntaste.

Vete, N. Déjame en mi vasito en paz (ya explicaré esto del vasito).

- Una cosa curiosa, antes de toda esta situación con N.: la profesora le dijo a una vieja que había leído su crónica, que le había gustado mucho y que estaba muy bien escrita. Sin embargo, había decidido darle varias lecturas para encontrarle algo que corregir. Así había descubierto unos errores de puntuación. La alumna se sintió particularmente molesta por el asunto, que de hecho recalcó durante toda la clase cuentas veces pudo. A todo el mundo le dijo: “Igual te va a buscar errores en la crónica”.

La profesora detectó la inquina de estos comentarios y le preguntó directamente si se había enojado al respecto. La alumna, como buena argentina, lo negó escudándose en que era apenas un comentario gracioso. Esa gracia tan argentina: un aguijón cargado de la ponzoña de la ironía, con el que buscan matizar el rencor y la mala intención que de verdad sienten. Te sonríen y te piden calma, niegan su estado emocional, alegan ser solamente simpáticos/graciosos. En realidad, te están aguijoneando.

La alumna es una vieja delgada, de pelo canoso y ojos verdes, que siempre se sienta junto a otra vieja gorda, cuyo cuerpo se desparrama sobre el pupitre en formas monstruosas, como un bulto de carne embutido en un recipiente pequeño. Estas dos viejas tienen un alto concepto de sí mismas. Creen saber de todo e intuyo que dentro de eso incluyen el acto de escribir. La gorda monstruosa estuvo hablando el otro día de una novela y de unos cuentos suyos con una suficiencia tan desagradable como su físico. A propósito de eso anoté en mi libro oscuro:

Pocas cosas son tan aburridas y tan insoportables como que un hijo de vecino hable de sus problemas y asuntos literarios. Que si terminó un cuento, que si escribió una novela, que si tiene una idea, que si tiene que revisar, que si tiene una anécdota o una situación... Un escritor de verdad no habla de eso sino cuando le preguntan... y eso con cierta reticencia.

Santo Dios, juro que esta gorda es monstruosa. No estoy siendo vengativo ni odioso: es literalmente fea, innegablemente fea, irreparablemente fea, por donde se le mire. Ni personalidad tiene: es una de esas viejas grotescas que tratan de imponerse hablando más fuerte que los demás, pisando con su propia voz las respuestas del otro. Realmente parece un bicho hecho sin ganas, como si alguien hubiera rellenado un saco sin ninguna inspiración y lo hubiera coronado con una cabeza hecha a puños.

Volvamos a la canosa: su soberbia me hizo ponerme de parte de la profesora, algo bastante significativo considerando el fastidio que me provocan sus comentarios. Esta canosa dijo el otro día, con verdadera convicción, que “Esto no es una pipa” es una frase de Picasso. Explicó el contexto regodeándose en su “cultura general”. Lo peor es que, seguramente, escribe en forma decente.

[...]

- Ayer una mosca enorme entró a mi cuarto. No se iba. Su vuelo rebotaba de un lado a otro del cuarto, zumbando. La embosqué en el baño y le puse un vaso de plástico encima. Pasé una hoja de papel y la dejé atrapada. Le puse cinta pegante al papel, sellando el vaso, y dejé a la mosca ahí toda la noche.

A mediodía me di cuenta de que con la cinta pegante le había atrapado una pata, pero la mosca seguía ahí, removiéndose, aleteando. La dejé atrapada el resto del día, mientras estuve en clases. Al regreso, la encontré muerta.


Mientras describía esto, atrapé otro bicho así. Esta vez un mosquito.

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