Hoy llegó N. a la clase, tan
primorosa y tan radiante como siempre aparece ante mis ojos. Tenía el pelo
mojado. Sus curvas me provocan en esa forma lasciva que despierta mi parte
animal, y su rostro entusiasma mis idealizaciones y fantasías románticas. Esta
combinación tan perfecta, tan justa en su medida, que pocas mujeres alcanzan…
me vuelve loco, me subyuga, en particular cuando se contrasta con mi
incapacidad.
No había mucha gente. De los
siete alumnos, solo dos —ella y yo— éramos de la carrera; los demás tomaban el
curso como estudiantes externos. Probablemente esto fue el sustento de la
complicidad que hoy me mostró con más énfasis que antes. Yo le señalé unas
hojas rosadas en las que ella había imprimido un archivo. La verdad es que yo
también estaba en un ánimo raro, más aventurado de lo normal.
Como siempre, llegó un momento en
el que la profesora nos puso a hacer un trabajo idiota sobre una entrevista. A
mí no me interesaba en absoluto, y de hecho estaba leyendo otra cosa en mi
celular, hasta que la profesora hizo un comentario al respecto. Yo no tenía la
entrevista a mano.
—Dale, Jeremías, vení —me dijo
N., que ya estaba asociada con otra compañera.
Oh, cómo me emocionaron ese “Jeremías Capablanca” y la ironía y la formalidad con las que lo soltó.
Me acerqué solícito, como un
perrito. N. tenía las hojas dispuestas de modo que yo no podía leerlas.
—Pero a vos qué te importa —dijo,
y yo aprobé—. Quedate ahí y nosotras trabajamos.
En realidad, no trabajamos casi
nada. Empecé a darle fuego a la conversación con N. y a sacarla de lo que
debíamos hacer. Le pregunté si ya sabía a quién iba a entrevistar, y ella me
habló algo sobre su familia; le confesé que no había escrito mi crónica todavía, y ella me recordó que debía hacerla para esta semana; le pregunté por las hojas
rosadas; miré sus tetas en un par de descuidos suyos. Debí haberla tocado.
No había reparado antes en sus
dientes. Como buena argentina, tienen algo raro. Parecen demasiado pequeños y
uno tiene una muesca particular. No exijo perfección en esto, pero los dientes
argentinos siempre adquieren configuraciones que los enturbian. De todos modos,
la sonrisa de N. me derrite.
Para volver un poco al tema que
nos ocupaba, propuse una estupidez. Me comporté como un idiota
intencionalmente. Mientras tanto, la otra compañera trataba de ponerse seria y
trabajar por su cuenta, pero sé que era difícil con esa dinámica que yo le
proponía a N. y a la que ella respondía. No sé si la hice reír. Mejor dicho, no
sé si se puede decir que la hice reír; el caso es que hubo risas y mucha
agitación, tanto que la profesora lo notó y se acercó unas cuantas veces. En la
última dijo:
—Parece que aquí hay mucha
socialización.
Sí que la había, “profe”, pero N.
es un misterio y no sé cómo abordarla ni cómo llevármela a su cama ni cómo
hacer que se interese en mí. Por lo demás, hay gestos suyos que en nuestras
interacciones me preocupan e incluso desmotivan, tales como arrebatarme las
hojas de la mano, ordenar que retire mis manos de cierto lugar o que trabaje.
Esta medida de capricho es similar a su respuesta de “Quiero estar bien ahora”
el día en el que “salimos a comer” [mayo 17]. Trataba de hacer que te sintieras
mejor, de darte un alivio, hago un esfuerzo para eso, y me respondes así, me la
devuelves así.
Entonces cuaja cada vez más la
idea de que N. debe ser una mujer difícil de lidiar, bastante caprichosa y
mandona, como toda hija consentida. Una mujer así no me sirve, no me conviene,
porque atentaría contra mi literatura para imponer sus necesidades, porque me
dominaría fácilmente y me pondría a hacerle cosas como un sirviente, a las que
yo accedería con gusto y en detrimento de mi vitalidad.
Sin embargo, aún me gustaría
estar con N., aún me gustaría saber más de ella, aún me gustaría compartir un
rato a su lado sin la charada de un salón de clases. Pero supongo que entonces
se impondría la otra charada, más pesada todavía, en la que tengo que agradarle
y conquistarla.
Era ese mismo bodoque de clase de
la gente que me quería “conocer la voz” la semana pasada [octubre 3 de 2013].
Supongo que me habrán conocido en algo la voz, conversando con N.
N.: tú sabes que te deseo, yo lo
sé. ¿Cómo vamos a actuar al respecto? ¿Tú me deseas? ¿Qué debo hacer? ¿Qué
esperas que haga? ¿Que haga mi vida y no te joda? ¿Que monte un espectáculo
pirotécnico para atraerte? ¿Que te demuestre mi talento? ¿Por qué me haces
entrar en ese juego que yo no conozco? ¿Por qué no me invitas a tu vida? Si yo
lo hiciera, ¿aceptarías?
Tuvimos que leer nuestras
respuestas del trabajo. N. había escrito algo y, poco antes de que llegara su
turno de leerlo, me pidió una opinión. Yo le dije:
—Eso está mal. Eso corresponde
más a una introducción.
N. se portó en su forma
caprichosa y me contradijo. En ese momento la profesora le pidió que leyera. N.
le dijo que no iba a poder leerla porque yo le había dicho que estaba mal y la
había predispuesto. La profesora, como es usual en ella, hizo un chiste
feminista (“No le hagas caso. Es hombre”) y le pidió que leyera. N. hizo algún
comentario sobre “los colombianos” y leyó al fin. La profesora le dijo que eso
parecía más una introducción.
—Ay, ¡eso me dijo él! —contestó
N., señalándome.
—Bueno, yo no quería estar de
acuerdo con él, pero es así.
Una victoria agridulce. N. me
picó con su esfero o portaminas y dijo, sí, como una niña:
—Te odio.
Oh, N., ámame, ¡carajo! Qué fácil
sería así. Fácil para mí, fácil para ti (porque no me verías mendigando como un
perro hambriento tu atención).
La clase terminó y salí del salón
con ella. Yo tenía otra clase a continuación, y ni siquiera tenía planeado
faltar por irme con N. No iba a repetir mi humillación del 17 de mayo; no iba a
izar otra vez mi bandera blanca e impotente. Simplemente quería ir a comprar
algo.
Me preguntó si iría mañana (o
sea, hoy) y le dije que no. Normalmente, voy a la clase de los jueves, pero no
esta semana, y todavía menos ahora que me lo preguntaste.
Vete, N. Déjame en mi vasito en
paz (ya explicaré esto del vasito).
- Una cosa curiosa, antes de toda
esta situación con N.: la profesora le dijo a una vieja que había leído su
crónica, que le había gustado mucho y que estaba muy bien escrita. Sin embargo,
había decidido darle varias lecturas para encontrarle algo que corregir. Así
había descubierto unos errores de puntuación. La alumna se sintió
particularmente molesta por el asunto, que de hecho recalcó durante toda la clase
cuentas veces pudo. A todo el mundo le dijo: “Igual te va a buscar errores en
la crónica”.
La profesora detectó la inquina
de estos comentarios y le preguntó directamente si se había enojado al
respecto. La alumna, como buena argentina, lo negó escudándose en que era
apenas un comentario gracioso. Esa gracia tan argentina: un aguijón cargado de
la ponzoña de la ironía, con el que buscan matizar el rencor y la mala
intención que de verdad sienten. Te sonríen y te piden calma, niegan su estado
emocional, alegan ser solamente simpáticos/graciosos. En realidad, te están
aguijoneando.
La alumna es una vieja delgada,
de pelo canoso y ojos verdes, que siempre se sienta junto a otra vieja gorda,
cuyo cuerpo se desparrama sobre el pupitre en formas monstruosas, como un bulto
de carne embutido en un recipiente pequeño. Estas dos viejas tienen un alto
concepto de sí mismas. Creen saber de todo e intuyo que dentro de eso incluyen
el acto de escribir. La gorda monstruosa estuvo hablando el otro día de una
novela y de unos cuentos suyos con una suficiencia tan desagradable como su
físico. A propósito de eso anoté en mi libro oscuro:
Pocas cosas son tan aburridas y tan insoportables como que un
hijo de vecino hable de sus problemas y asuntos literarios. Que si terminó un
cuento, que si escribió una novela, que si tiene una idea, que si tiene que
revisar, que si tiene una anécdota o una situación... Un escritor de verdad no
habla de eso sino cuando le preguntan... y eso con cierta reticencia.
Santo Dios, juro que esta gorda es
monstruosa. No estoy siendo vengativo ni odioso: es literalmente fea,
innegablemente fea, irreparablemente fea, por donde se le mire. Ni personalidad
tiene: es una de esas viejas grotescas que tratan de imponerse hablando más
fuerte que los demás, pisando con su propia voz las respuestas del otro.
Realmente parece un bicho hecho sin ganas, como si alguien hubiera rellenado un
saco sin ninguna inspiración y lo hubiera coronado con una cabeza hecha a
puños.
Volvamos a la canosa: su soberbia
me hizo ponerme de parte de la profesora, algo bastante significativo
considerando el fastidio que me provocan sus comentarios. Esta canosa dijo el
otro día, con verdadera convicción, que “Esto no es una pipa” es una frase de
Picasso. Explicó el contexto regodeándose en su “cultura general”. Lo peor es
que, seguramente, escribe en forma decente.
[...]
- Ayer una mosca enorme entró a
mi cuarto. No se iba. Su vuelo rebotaba de un lado a otro del cuarto, zumbando.
La embosqué en el baño y le puse un vaso de plástico encima. Pasé una hoja de
papel y la dejé atrapada. Le puse cinta pegante al papel, sellando el vaso, y
dejé a la mosca ahí toda la noche.
A mediodía me di cuenta de que
con la cinta pegante le había atrapado una pata, pero la mosca seguía ahí,
removiéndose, aleteando. La dejé atrapada el resto del día, mientras estuve en
clases. Al regreso, la encontré muerta.
Mientras describía esto, atrapé
otro bicho así. Esta vez un mosquito.
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