lunes, 1 de agosto de 2016

Esto pasó en algún punto de octubre del año pasado

Hoy vi a Alfonso. Estaba de paso por Bogotá, guiando a un grupo de estudiantes de la universidad en la que trabaja. Al encontrarlo en la calle que me había indicado me di cuenta de cuánto lo quiero, y además de cuánta falta me hace un par con el que pueda hablar francamente. Por un momento había descartado el largo viaje hasta el centro, de hecho lo había llamado con la intención de decirle que no podría ir, pero al escuchar su voz se avivó mi necesidad de compañía y de afecto, así que le dije que nos veríamos en un par de horas. Me acerqué al grupo y lo saludé. La barba que ahora se deja crecer parece marcar el hecho, apenas natural pero en cierta medida doloroso, de que el Alfonso actual es uno distinto al que conocí. Salvo el otro profesor que guiaba y que me presentó, ignoré a las demás personas que estaban con él.


Me subí con ellos al bus que los llevaba de un lado a otro. Mientras nos acercaban a La Candelaria el otro profesor se puso a tomarle fotos al grupo. No tenía ningún sentido que yo apareciera ahí, en el primer plano en el que me había dejado la distribución de puestos, y además siempre he odiado las fotos, y más si son grupales (salvo en contadas excepciones relacionadas con fútbol o con gente que me importa). Alfonso trató de taparme la cara con la mano, haciéndole un gesto a la cámara. Lo mejor que pude hacer por mi parte para disimular mi incomodidad fue mantener la conversación como si nada. En todo ese trayecto me la pasé hablando yo: de lo miserable que me siento, de cómo estoy escribiendo desde la oficina, de mi nueva situación de zozobra atada a Lena. Alfonso siempre trata de retribuir la confianza que le deposito con algún comentario positivo o incluso gracioso, y sé que me comprende y que no juzga mi fracaso ni mi perpetuo sentido de derrota. Sabe que es algo que viene incorporado a mi forma de vivir y de ver el mundo, reconoce esa tara en mi alma y no le pesa tanto como para evadirme. De él no espero soluciones ni luces: solo valoro que esté ahí, conmigo, a pesar de mí mismo. Por eso es una de las personas en las que más confío mis desvaríos emocionales y existenciales.
Cuando le conté lo de la oficina, y en especial que me estaba dando problemas el hecho de que generalmente se quedara más gente hasta tarde, dijo algo interesante:
―Bueno, ese espacio no es suyo, pero tampoco es de ellos.
Creo que en esa precisión, aparentemente obvia, se esconde gran parte del sentido que he podido darle a la oficina como lugar de trabajo literario, pero aún no puedo ni quiero descubrirla. Le dije que me estaba convirtiendo en Bartleby, que un día podrían verme durmiendo ahí. «Preferiría no hacerlo». Me comentó algo sobre Arsenal, y le confesé que el equipo ha dejado de importarme tanto, que la gran cantidad de desilusiones provocadas me han dejado sin espíritu; simplemente, ya no me quedan muchas esperanzas por invertir en ese ámbito de mi vida. Todo esto se lo dije detrás de una de las estudiantes, una mujer que me pareció sumamente atractiva. Se lo mencioné, justo antes de bajarnos:
―No sé cómo hace usted…
Él captó el mensaje.
Caminamos por calles que yo nunca en mi vida había pisado. Nos internamos por un barrio con pretensiones bohemias. Una mujer rubia, sentada en el andén, tocaba una guitarra. También me atrajo, y me quedé mirándola mientras pasábamos. Ella advirtió mi interés y me sostuvo la mirada. Alfonso caminaba a mi lado, totalmente ajeno a la situación. ¿Qué más podía hacer yo? ¿Debía decirle «Espere, me tengo que separar de ustedes. Una rubia me llama la atención»? ¿Y luego qué?
Llegamos al Chorro de Quevedo por una calle angosta y colorinche, llena de extranjeros. Un guía les hablaba en inglés y les señalaba unas estatuas en los techos, un mural… Había una mujer con rasgos escandinavos, preciosa pero acompañada de un tipo musculoso. ¿Cuántas veces podía sentirme atraído en un simple paseo? Avanzamos hasta la plaza que Alfonso calificó, acertadamente, de miserable. Es un círculo inútil con un reconocimiento desproporcionado (aunque quizás tenga un valor histórico que desconozco).
Caminamos un poco más hasta una calle que bajaba; el otro profesor, que asumía un liderazgo de mayor peso que el de Alfonso, explicó que lo mejor era parar ahí, pues la soledad dominical, en calles más apartadas, podía hacer que otras personas se «enamoraran de sus cosas». Alguien había sembrado la idea de tomar chicha, y el mejor lugar para hacerlo parecía ser uno de esos locales de la calle de colores. Regresé con el grupo hasta allí, pero le dije a Alfonso que tenía que comer algo; no había almorzado. Me acompañó a dar un rodeo en busca de un restaurante, pero solo encontraba comidas rápidas o tugurios deprimentes. Le dije que se perdería la chicha.
―No importa. ¿Cómo lo voy a dejar solo?
―No sería raro… no por usted, sino porque mi vida es así.
En esta época estoy lleno de esos comentarios. Insoportable.
Me decidí por una hamburguesa en una tienda pequeña. Estar sentado le pronunció el cansancio a Alfonso, pues no había dormido la noche anterior para poder salir a tiempo. Hablamos de lo que está leyendo, algo de un tipo que escribió para un programa que él había visto en su infancia; le dije que le había escrito a Pablo; profundicé algo más en lo que me pasa con Lena; le conté de los atroces resultados del último correo que le escribí a Daniela. Fue el momento que había ido a buscar: soledad con Alfonso, para poder desahogarme, para poder hablar de cosas que vivimos y entendimos juntos, para liberarme de mí mismo, pero él estaba a punto de quedarse dormido, y tenía su barba, y ese sombrero que le califiqué de pretencioso… Son las cicatrices del tiempo, de la ausencia, de que dejamos de recorrer el mismo camino. Ahora él está en el suyo, como profesor de universidad, haciéndose cargo de las cosas en su casa, con su madre, ahora que su padre murió.
Dios santo. Mi egoísmo. En los dos encuentros que hemos tenido nunca se me ha ocurrido preguntarle por eso. Le he mencionado algo al pasar, pero nada más. Tal vez le he hecho un favor (a mí no me gusta hablar de mi madre salvo en ciertas condiciones), pero de todos modos no puedo dejar de lado que hay algo mezquino e indiferente en mi comportamiento. Solo pienso en nuestro encuentro en función de «mi» desahogo, de mis quejas.
Cuando volvíamos a la calle de la chicha, los estudiantes estaban saliendo. Ya querían irse de Bogotá. Alfonso compró una rebanada de pizza para el camino, y lo acompañé hasta el lugar en el que se supone los esperaba el bus. Frente a un monumento bailaban unas parejas al ritmo de lo que parecía una bachata. Otra atracción, por una de las bailarinas. Los estudiantes se portaban como animales de granja: se separaban dos, y luego de agruparlos se separaban otros. El otro guía le pidió a Alfonso que estuviera más pendiente, que lo apoyara en su tarea. Me dio la sensación de que estaba fastidiado. Mientras esperaban que una mujer volviera de un baño me despedí de Alfonso. Traté de prolongar el momento lo más que pude, pero la atención de él ya estaba en otro asunto: en volver al bus completos, en dormir al fin. Le di la mano, y luego le puse una en el hombro; fue la máxima prueba de afecto que me permitió mi parquedad.
«Gracias por llamarme, Alfonso, por estar ahí». Eso quería decir ese tímido gesto.
Caminé por la séptima hasta la Javeriana. Algo en esa universidad me llama continuamente. Necesito recorrerla a pesar de los años y de que me enfoqué en otro arte. Creo que hay, en esos paseos de reencuentro, una búsqueda de conciliación con un pasado que atesoro a pesar de su final abrupto y de la enorme carga de la muerte de mi madre. Aunque solo pasé dos años allí, me reconozco como parte de ese lugar, tal vez porque fueron dos años muy significativos para la visión del mundo que estaba construyendo y para entender mi lugar en él. Me sentía ajeno a todos, demasiado diferente; las charlas de mis compañeros de clase no me tocaban, sus miradas no me abarcaban, sus planes no me incluían, y todo porque yo me aseguraba de marginarme. De antemano daba por sentado ―herencia de mi época en el colegio― que los demás me odiaban, que me veía raro, que mi humor no tenía acogida, que mis equivocaciones eran ridículas y gigantescas. Asumía que nadie querría acercarse a mí, que a nadie le importaban mis opiniones sobre el arte ni mi talento, y hacía todo lo posible por merecer ese rechazo. Quería defenderme del mundo con el aislamiento. Quería evitar el dolor y la tristeza que podían provocarme las personas y en especial las mujeres. Mi relación angustiosa y difícil con ellas se asentó definitivamente en esos primeros y únicos años de universidad.
Sin embargo, a pesar del fantasma adolorido de mí mismo que siento en esa universidad, guardo un sentimiento cálido hacia ella. Sonrío cuando recuerdo los pasteles Gloria que comía, y con ellos las primeras tardes en las que, en una cafetería en especial, empecé a escribir con un propósito literario. Me agrada pasar por el edificio del parqueadero, pues fue lo primero que conocí, de la mano de mis padres, cuando me llevaron a la entrevista de ingreso. Los dos me esperaron en una cafetería, en el túnel de acceso al centro oncológico, mientras daba respuestas estúpidas e inseguras a un profesor que probablemente no veía mayor mérito en mis cuadernos llenos de mamarrachos y mis pocas pinturas. Mi portafolio era espantoso, un engendro sin bases, una galería de malos trazos y fantasías infantiles. Cuando me encontré con ellos de vuelta, les conté cómo me había ido, les describí la entrevista, sin ninguna conciencia aún del fracaso que había acabado de tener. Y eso es lo que cobra peso en ese recuerdo: una de las últimas imágenes de un hogar completo y que me cobijaba. Luego pasaríamos muchas veces más frente a esa cafetería, que hoy ya no existe, hacia el centro de oncología, para someter a mi madre a las sesiones de radioterapia que la fulminaban. No sé qué pensaba yo en la sala de espera, creo que he bloqueado esa parte de mi memoria, pero sí tengo presente la debilidad con la que ella salía, lo apagado que se veía su rostro después de esa cura inútil, y cómo se apoyaba en mí en el ascensor.
Entré a la sala de urgencias del hospital. Sabía que la de allí era la única cafetería que encontraría abierta ese día, a esa hora. No había pasteles; me conformé con una Coca Cola. Al ver todos esos rostros enfermos y adoloridos me sentí brevemente afortunado. Agradecí no estar así, no haberme visto hasta ahora en ese nivel de degradación física, y reafirmé mi convicción de nunca dejarme llevar hasta ese punto. Un accidente repentino puede ser, pero jamás una enfermedad prolongada y desgastante.
Subí (en esa universidad cualquier camino es un subida) hasta la cancha de fútbol. No había nadie. Me senté en un lugar en el que podía pasar desapercibido y me tomé la Coca Cola.
Dos días atrás me había tomado un vaso de whisky y le había escrito un correo a Daniela. Me había enviado un mensaje para explicarme que iba a estar ausente unos cuantos meses y que tan pronto volviera podríamos ver cómo recuperar las cosas que me está guardando. Mi respuesta, llena de embriagadas declaraciones de afecto, le molestó tanto que decidió cortar todo contacto conmigo: «Nuevamente abusás de mi buena fe y de mi confianza tomándome el pelo como en muchas tantas oportunidades […] Estoy verdaderamente harta y cansada de que me tomes por idiota y no tengo intenciones de darte una próxima oportunidad para volver a hacerlo […] No quiero que me vuelvas a buscar […] Espero que por una vez puedas respetar mi voluntad».
Ahí estaba otra vez: un escrito irracional, llevado de la emoción, que me costaba caro. Sin embargo, ahora había tenido una ligera conciencia de lo que estaba haciendo, del riesgo que estaba corriendo con cada palabra. Por algo había recurrido a un trago. En el fondo sabía que cada letra me alejaba cada vez más de Daniela, que cada tecleo era una puñalada a su vida y a nuestro lazo, y seguí adelante, me dejé llevar hasta el final, con el auxilio del alcohol, porque lo necesitaba. Era hora de que Daniela me sacara de su vida de una buena vez y, de ser posible, que me odiara (aunque ese sentimiento merece una atención que no creo que ella jamás dirija hacia mí). Me resulta más fácil saber que alguien me desprecia para distanciarme y seguir adelante; si persiste esa promesa de amistad y de simpatía, si aún encuentro una sonrisa, siempre seguiré creyendo que hay un lugar para mi voraz apetito afectivo.
Así es como funciona mi desquiciado espíritu. Supongo que, en especial con mujeres, el lazo debe ser a todo o nada. Puedo portarme de una manera cordial, apegada a lo estrictamente necesario de trabajo, puedo reírme, puedo responder a una broma, puedo charlar por un largo rato en la oficina, pero siempre a cierta distancia, sin compromisos, sin intensidad, sin intercambiar energía. No hay nada de malo en eso, podemos convivir así en cualquier ambiente. Pero hay algo más profundo, un cuarto que oculta una tormenta perpetua, que nadie puede calmar y a la que es imposible acercarse sin consecuencias. El acceso a esa parte de mí exige, lamentablemente, fuera de mi control, un precio. Esa realidad salvaje de mi corazón es demasiado, pide un compromiso, una fe, una paciencia, un amor suficientemente intenso como para mantenerse a flote en ese desastre natural. Eso no se da fácilmente. Nadie lo carga al acercarse a mí, y por lo tanto, tal vez, lo mejor es mantener esa puerta cerrada tanto como pueda, hasta encontrar un síntoma de que esa fuerza no destruirá nada.
Pero con Lena todo está perdido ya, porque ella se ha acercado a ese nefasto cuarto. Porta sus propias armas (un novio, una gran seguridad en su atractivo), pero son inútiles ante la furia de mi corazón hambriento, adicto e impulsivo. Nuestras conversaciones han transmitido muchísima energía entre nosotros: mis pensamientos y mis emociones están muy ligados a sus reacciones; la necesito y la extraño y la pienso: es la tormenta que se despliega. Estoy perdiendo mucho con ella. Gano un montón, es cierto ―su mensaje de cumpleaños fue el mejor deseo que me han formulado en al menos diez años―, pero he empezado a depender demasiado de ella. Su silencio es una lápida para mi estado de ánimo, tanto como sus saludos y sus preguntas por mi paradero le inyectan adrenalina a mi corazón. No puedo medir estas reacciones como debería hacerlo un hombre hábil en conquistas; yo no gobierno el clima de mis emociones más sinceras.
Estoy convencido de que voy a morir pronto. Es una intuición demasiado profunda como para ser inconsistente. Está ahí, siempre: «Queda poco», y debo tomar estos pequeños gestos de Lena y apreciarlos en la medida que pueden alcanzar en ese marco de existencia. Si voy a cerrar mi vida en poco tiempo, ¿para qué quiero comprometer las emociones de alguien? Si estoy ahora tan dispuesto a mi destino, ¿para qué darme un atenuante más? Son luces efímeras, pero luces al fin. Han iluminado mi vida en este momento y debo darles su justo valor por eso, no por las sombras que no han alcanzado a disipar. Quisiera dejar de inquietarme por lo que no ha podido ser, por lo que no será. Es cuestión de ver hacia arriba: muero, sigue el cielo, y el espacio, y el universo, y todo estará bien.
A pesar de la nostalgia creo que haber dejado la carrera de Artes fue la mejor decisión. He seguido el rastro profesional de algunos de mis compañeros: exponen en galerías poco reconocidas, en eventos pretenciosos y vacíos, pintan en la calle o incluso trabajan en cosas relacionadas con nutrición. O J., que se ha dedicado a productos dietéticos y a una especie de campañas feministas. Algunos de ellos podrían decir «Hago lo que me gusta, me pagan y lo puedo mostrar». Ah, pero para mí siempre hubo algo más, un sentido superior al de la satisfacción personal. Siempre noté que había un triunfo magno, por el que había que pagar un precio, sí, pero que podía trascender la muerte. Una casa, familia, unos hijos, un carro: son cosas que a veces anhelo y cuya falta pesa cada vez más, pero que mi naturaleza de escritor, y sobre todo de artista, obvia en busca de ese bien mayor.
¿Es, en realidad, un bien mayor?
Tal vez no; es igual de digno lo otro (una vida pasajera y aun satisfactoria), pero desde que me reconocí como artista formé mis convicciones alrededor de ese ideal. Siempre me amparé en esa aspiración a algo que trascienda mi propia vida, que deje una huella en los demás a través del tiempo. Un ideal vanidoso y megalómano. ¿Qué artista no lo es? Sobre todo al concebir la verdadera dimensión del arte, sus concesiones divinas y su poder sobrenatural. El que conoce el arte de verdad no puede evitar sentirse un poco agraciado, aventajado.

Pensar en todas estas cosas, ya con la noche encima, en aquella desierta cancha de fútbol, me serenó lo suficiente por ese día. Apenas regresé a la casa revisé si Lena me había escrito, pero ya no me abrumaba la angustia de antes. Tenía que dejarla ser.

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