Hoy vi a Alfonso.
Estaba de paso por Bogotá, guiando a un grupo de estudiantes de la universidad
en la que trabaja. Al encontrarlo en la calle que me había indicado me di
cuenta de cuánto lo quiero, y además de cuánta falta me hace un par con el que
pueda hablar francamente. Por un momento había descartado el largo viaje hasta
el centro, de hecho lo había llamado con la intención de decirle que no podría
ir, pero al escuchar su voz se avivó mi necesidad de compañía y de afecto, así
que le dije que nos veríamos en un par de horas. Me acerqué al grupo y lo
saludé. La barba que ahora se deja crecer parece marcar el hecho, apenas
natural pero en cierta medida doloroso, de que el Alfonso actual es uno
distinto al que conocí. Salvo el otro profesor que guiaba y que me presentó, ignoré
a las demás personas que estaban con él.
Me subí con ellos
al bus que los llevaba de un lado a otro. Mientras nos acercaban a La
Candelaria el otro profesor se puso a tomarle fotos al grupo. No tenía ningún
sentido que yo apareciera ahí, en el primer plano en el que me había dejado la
distribución de puestos, y además siempre he odiado las fotos, y más si son
grupales (salvo en contadas excepciones relacionadas con fútbol o con gente que
me importa). Alfonso trató de taparme la cara con la mano, haciéndole un gesto
a la cámara. Lo mejor que pude hacer por mi parte para disimular mi incomodidad
fue mantener la conversación como si nada. En todo ese trayecto me la pasé
hablando yo: de lo miserable que me siento, de cómo estoy escribiendo desde la
oficina, de mi nueva situación de zozobra atada a Lena. Alfonso siempre trata de retribuir la confianza que
le deposito con algún comentario positivo o incluso gracioso, y sé que me
comprende y que no juzga mi fracaso ni mi perpetuo sentido de derrota. Sabe que
es algo que viene incorporado a mi forma de vivir y de ver el mundo, reconoce
esa tara en mi alma y no le pesa tanto como para evadirme. De él no espero
soluciones ni luces: solo valoro que esté ahí, conmigo, a pesar de mí mismo.
Por eso es una de las personas en las que más confío mis desvaríos emocionales
y existenciales.
Cuando le conté lo
de la oficina, y en especial que me estaba dando problemas el hecho de que
generalmente se quedara más gente hasta tarde, dijo algo interesante:
―Bueno, ese espacio
no es suyo, pero tampoco es de ellos.
Creo que en esa
precisión, aparentemente obvia, se esconde gran parte del sentido que he podido
darle a la oficina como lugar de trabajo literario, pero aún no puedo ni quiero
descubrirla. Le dije que me estaba convirtiendo en Bartleby, que un día podrían
verme durmiendo ahí. «Preferiría no hacerlo». Me comentó algo sobre Arsenal, y
le confesé que el equipo ha dejado de importarme tanto, que la gran cantidad de
desilusiones provocadas me han dejado sin espíritu; simplemente, ya no me
quedan muchas esperanzas por invertir en ese ámbito de mi vida. Todo esto se lo
dije detrás de una de las estudiantes, una mujer que me pareció sumamente
atractiva. Se lo mencioné, justo antes de bajarnos:
―No sé cómo hace
usted…
Él captó el
mensaje.
Caminamos por
calles que yo nunca en mi vida había pisado. Nos internamos por un barrio con
pretensiones bohemias. Una mujer rubia, sentada en el andén, tocaba una
guitarra. También me atrajo, y me quedé mirándola mientras pasábamos. Ella
advirtió mi interés y me sostuvo la mirada. Alfonso caminaba a mi lado,
totalmente ajeno a la situación. ¿Qué más podía hacer yo? ¿Debía decirle
«Espere, me tengo que separar de ustedes. Una rubia me llama la atención»? ¿Y
luego qué?
Llegamos al Chorro
de Quevedo por una calle angosta y colorinche, llena de extranjeros. Un guía
les hablaba en inglés y les señalaba unas estatuas en los techos, un mural…
Había una mujer con rasgos escandinavos, preciosa pero acompañada de un tipo
musculoso. ¿Cuántas veces podía sentirme atraído en un simple paseo? Avanzamos
hasta la plaza que Alfonso calificó, acertadamente, de miserable. Es un círculo
inútil con un reconocimiento desproporcionado (aunque quizás tenga un valor
histórico que desconozco).
Caminamos un poco
más hasta una calle que bajaba; el otro profesor, que asumía un liderazgo de
mayor peso que el de Alfonso, explicó que lo mejor era parar ahí, pues la
soledad dominical, en calles más apartadas, podía hacer que otras personas se
«enamoraran de sus cosas». Alguien había sembrado la idea de tomar chicha, y el
mejor lugar para hacerlo parecía ser uno de esos locales de la calle de
colores. Regresé con el grupo hasta allí, pero le dije a Alfonso que tenía que
comer algo; no había almorzado. Me acompañó a dar un rodeo en busca de un
restaurante, pero solo encontraba comidas rápidas o tugurios deprimentes. Le
dije que se perdería la chicha.
―No importa. ¿Cómo
lo voy a dejar solo?
―No sería raro… no
por usted, sino porque mi vida es así.
En esta época estoy
lleno de esos comentarios. Insoportable.
Me decidí por una
hamburguesa en una tienda pequeña. Estar sentado le pronunció el cansancio a
Alfonso, pues no había dormido la noche anterior para poder salir a tiempo. Hablamos
de lo que está leyendo, algo de un tipo que escribió para un programa que él
había visto en su infancia; le dije que le había escrito a Pablo; profundicé
algo más en lo que me pasa con Lena; le conté de los atroces resultados del
último correo que le escribí a Daniela. Fue el momento que había ido a buscar:
soledad con Alfonso, para poder desahogarme, para poder hablar de cosas que
vivimos y entendimos juntos, para liberarme de mí mismo, pero él estaba a punto
de quedarse dormido, y tenía su barba, y ese sombrero que le califiqué de
pretencioso… Son las cicatrices del tiempo, de la ausencia, de que dejamos de
recorrer el mismo camino. Ahora él está en el suyo, como profesor de
universidad, haciéndose cargo de las cosas en su casa, con su madre, ahora que
su padre murió.
Dios santo. Mi
egoísmo. En los dos encuentros que hemos tenido nunca se me ha ocurrido
preguntarle por eso. Le he mencionado algo al pasar, pero nada más. Tal vez le
he hecho un favor (a mí no me gusta hablar de mi madre salvo en ciertas
condiciones), pero de todos modos no puedo dejar de lado que hay algo mezquino
e indiferente en mi comportamiento. Solo pienso en nuestro encuentro en función
de «mi» desahogo, de mis quejas.
Cuando volvíamos a
la calle de la chicha, los estudiantes estaban saliendo. Ya querían irse de
Bogotá. Alfonso compró una rebanada de pizza para el camino, y lo acompañé
hasta el lugar en el que se supone los esperaba el bus. Frente a un monumento
bailaban unas parejas al ritmo de lo que parecía una bachata. Otra atracción,
por una de las bailarinas. Los estudiantes se portaban como animales de granja:
se separaban dos, y luego de agruparlos se separaban otros. El otro guía le
pidió a Alfonso que estuviera más pendiente, que lo apoyara en su tarea. Me dio
la sensación de que estaba fastidiado. Mientras esperaban que una mujer
volviera de un baño me despedí de Alfonso. Traté de prolongar el momento lo más
que pude, pero la atención de él ya estaba en otro asunto: en volver al bus
completos, en dormir al fin. Le di la mano, y luego le puse una en el hombro;
fue la máxima prueba de afecto que me permitió mi parquedad.
«Gracias por
llamarme, Alfonso, por estar ahí». Eso quería decir ese tímido gesto.
Caminé por la
séptima hasta la Javeriana. Algo en esa universidad me llama continuamente. Necesito
recorrerla a pesar de los años y de que me enfoqué en otro arte. Creo que hay,
en esos paseos de reencuentro, una búsqueda de conciliación con un pasado que
atesoro a pesar de su final abrupto y de la enorme carga de la muerte de mi
madre. Aunque solo pasé dos años allí, me reconozco como parte de ese lugar,
tal vez porque fueron dos años muy significativos para la visión del mundo que
estaba construyendo y para entender mi lugar en él. Me sentía ajeno a todos,
demasiado diferente; las charlas de mis compañeros de clase no me tocaban, sus
miradas no me abarcaban, sus planes no me incluían, y todo porque yo me
aseguraba de marginarme. De antemano daba por sentado ―herencia de mi época en
el colegio― que los demás me odiaban, que me veía raro, que mi humor no tenía
acogida, que mis equivocaciones eran ridículas y gigantescas. Asumía que nadie
querría acercarse a mí, que a nadie le importaban mis opiniones sobre el arte
ni mi talento, y hacía todo lo posible por merecer ese rechazo. Quería
defenderme del mundo con el aislamiento. Quería evitar el dolor y la tristeza que
podían provocarme las personas y en especial las mujeres. Mi relación
angustiosa y difícil con ellas se asentó definitivamente en esos primeros y
únicos años de universidad.
Sin embargo, a
pesar del fantasma adolorido de mí mismo que siento en esa universidad, guardo
un sentimiento cálido hacia ella. Sonrío cuando recuerdo los pasteles Gloria
que comía, y con ellos las primeras tardes en las que, en una cafetería en
especial, empecé a escribir con un propósito literario. Me agrada pasar por el
edificio del parqueadero, pues fue lo primero que conocí, de la mano de mis
padres, cuando me llevaron a la entrevista de ingreso. Los dos me esperaron en
una cafetería, en el túnel de acceso al centro oncológico, mientras daba
respuestas estúpidas e inseguras a un profesor que probablemente no veía mayor
mérito en mis cuadernos llenos de mamarrachos y mis pocas pinturas. Mi
portafolio era espantoso, un engendro sin bases, una galería de malos trazos y
fantasías infantiles. Cuando me encontré con ellos de vuelta, les conté cómo me
había ido, les describí la entrevista, sin ninguna conciencia aún del fracaso
que había acabado de tener. Y eso es lo que cobra peso en ese recuerdo: una de
las últimas imágenes de un hogar completo y que me cobijaba. Luego pasaríamos
muchas veces más frente a esa cafetería, que hoy ya no existe, hacia el centro
de oncología, para someter a mi madre a las sesiones de radioterapia que la
fulminaban. No sé qué pensaba yo en la sala de espera, creo que he bloqueado
esa parte de mi memoria, pero sí tengo presente la debilidad con la que ella salía,
lo apagado que se veía su rostro después de esa cura inútil, y cómo se apoyaba
en mí en el ascensor.
Entré a la sala de
urgencias del hospital. Sabía que la de allí era la única cafetería que encontraría
abierta ese día, a esa hora. No había pasteles; me conformé con una Coca Cola.
Al ver todos esos rostros enfermos y adoloridos me sentí brevemente afortunado.
Agradecí no estar así, no haberme visto hasta ahora en ese nivel de degradación
física, y reafirmé mi convicción de nunca dejarme llevar hasta ese punto. Un
accidente repentino puede ser, pero jamás una enfermedad prolongada y
desgastante.
Subí (en esa
universidad cualquier camino es un subida) hasta la cancha de fútbol. No había
nadie. Me senté en un lugar en el que podía pasar desapercibido y me tomé la
Coca Cola.
Dos días atrás me
había tomado un vaso de whisky y le había escrito un correo a Daniela. Me había
enviado un mensaje para explicarme que iba a estar ausente unos cuantos meses y
que tan pronto volviera podríamos ver cómo recuperar las cosas que me está
guardando. Mi respuesta, llena de embriagadas declaraciones de afecto, le
molestó tanto que decidió cortar todo contacto conmigo: «Nuevamente abusás de
mi buena fe y de mi confianza tomándome el pelo como en muchas tantas
oportunidades […] Estoy verdaderamente harta y cansada de que me tomes por
idiota y no tengo intenciones de darte una próxima oportunidad para volver a
hacerlo […] No quiero que me vuelvas a buscar […] Espero que por una vez puedas
respetar mi voluntad».
Ahí estaba otra
vez: un escrito irracional, llevado de la emoción, que me costaba caro. Sin
embargo, ahora había tenido una ligera conciencia de lo que estaba haciendo,
del riesgo que estaba corriendo con cada palabra. Por algo había recurrido a un
trago. En el fondo sabía que cada letra me alejaba cada vez más de Daniela, que
cada tecleo era una puñalada a su vida y a nuestro lazo, y seguí adelante, me
dejé llevar hasta el final, con el auxilio del alcohol, porque lo necesitaba.
Era hora de que Daniela me sacara de su vida de una buena vez y, de ser
posible, que me odiara (aunque ese sentimiento merece una atención que no creo
que ella jamás dirija hacia mí). Me resulta más fácil saber que alguien me
desprecia para distanciarme y seguir adelante; si persiste esa promesa de
amistad y de simpatía, si aún encuentro una sonrisa, siempre seguiré creyendo
que hay un lugar para mi voraz apetito afectivo.
Así es como
funciona mi desquiciado espíritu. Supongo que, en especial con mujeres, el lazo
debe ser a todo o nada. Puedo portarme de una manera cordial, apegada a lo estrictamente
necesario de trabajo, puedo reírme, puedo responder a una broma, puedo charlar
por un largo rato en la oficina, pero siempre a cierta distancia, sin
compromisos, sin intensidad, sin intercambiar energía. No hay nada de malo en
eso, podemos convivir así en cualquier ambiente. Pero hay algo más profundo, un
cuarto que oculta una tormenta perpetua, que nadie puede calmar y a la que es
imposible acercarse sin consecuencias. El acceso a esa parte de mí exige,
lamentablemente, fuera de mi control, un precio. Esa realidad salvaje de mi
corazón es demasiado, pide un compromiso, una fe, una paciencia, un amor
suficientemente intenso como para mantenerse a flote en ese desastre natural.
Eso no se da fácilmente. Nadie lo carga al acercarse a mí, y por lo tanto, tal
vez, lo mejor es mantener esa puerta cerrada tanto como pueda, hasta encontrar
un síntoma de que esa fuerza no destruirá nada.
Pero con Lena todo
está perdido ya, porque ella se ha acercado a ese nefasto cuarto. Porta sus
propias armas (un novio, una gran seguridad en su atractivo), pero son inútiles
ante la furia de mi corazón hambriento, adicto e impulsivo. Nuestras
conversaciones han transmitido muchísima energía entre nosotros: mis
pensamientos y mis emociones están muy ligados a sus reacciones; la necesito y
la extraño y la pienso: es la tormenta que se despliega. Estoy perdiendo mucho
con ella. Gano un montón, es cierto ―su mensaje de cumpleaños fue el mejor
deseo que me han formulado en al menos diez años―, pero he empezado a depender
demasiado de ella. Su silencio es una lápida para mi estado de ánimo, tanto
como sus saludos y sus preguntas por mi paradero le inyectan adrenalina a mi
corazón. No puedo medir estas reacciones como debería hacerlo un hombre hábil
en conquistas; yo no gobierno el clima de mis emociones más sinceras.
Estoy convencido de
que voy a morir pronto. Es una intuición demasiado profunda como para ser
inconsistente. Está ahí, siempre: «Queda poco», y debo tomar estos pequeños
gestos de Lena y apreciarlos en la medida que pueden alcanzar en ese marco de
existencia. Si voy a cerrar mi vida en poco tiempo, ¿para qué quiero
comprometer las emociones de alguien? Si estoy ahora tan dispuesto a mi
destino, ¿para qué darme un atenuante más? Son luces efímeras, pero luces al
fin. Han iluminado mi vida en este momento y debo darles su justo valor por
eso, no por las sombras que no han alcanzado a disipar. Quisiera dejar de
inquietarme por lo que no ha podido ser, por lo que no será. Es cuestión de ver
hacia arriba: muero, sigue el cielo, y el espacio, y el universo, y todo estará
bien.
A pesar de la
nostalgia creo que haber dejado la carrera de Artes fue la mejor decisión. He
seguido el rastro profesional de algunos de mis compañeros: exponen en galerías
poco reconocidas, en eventos pretenciosos y vacíos, pintan en la calle o
incluso trabajan en cosas relacionadas con nutrición. O J., que se ha dedicado
a productos dietéticos y a una especie de campañas feministas. Algunos de ellos
podrían decir «Hago lo que me gusta, me pagan y lo puedo mostrar». Ah, pero
para mí siempre hubo algo más, un sentido superior al de la satisfacción
personal. Siempre noté que había un triunfo magno, por el que había que pagar
un precio, sí, pero que podía trascender la muerte. Una casa, familia, unos
hijos, un carro: son cosas que a veces anhelo y cuya falta pesa cada vez más,
pero que mi naturaleza de escritor, y sobre todo de artista, obvia en busca de
ese bien mayor.
¿Es, en realidad,
un bien mayor?
Tal vez no; es
igual de digno lo otro (una vida pasajera y aun satisfactoria), pero desde que
me reconocí como artista formé mis convicciones alrededor de ese ideal. Siempre
me amparé en esa aspiración a algo que trascienda mi propia vida, que deje una
huella en los demás a través del tiempo. Un ideal vanidoso y megalómano. ¿Qué
artista no lo es? Sobre todo al concebir la verdadera dimensión del arte, sus
concesiones divinas y su poder sobrenatural. El que conoce el arte de verdad no
puede evitar sentirse un poco agraciado, aventajado.
Pensar en todas
estas cosas, ya con la noche encima, en aquella desierta cancha de fútbol, me
serenó lo suficiente por ese día. Apenas regresé a la casa revisé si Lena me
había escrito, pero ya no me abrumaba la angustia de antes. Tenía que dejarla
ser.
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