Ayer me sentía algo
emocional. Mientras miraba las luces de la ciudad desde una oficina oscura,
trataba de rastrear el último momento en el que había sido feliz. La respuesta
estaba en el fútbol: jugarlo me distrae y me satisface, me da vigor y un
propósito. Disfruto el cansancio posterior, el viaje de vuelta hasta mi casa,
por lo general con alguna raspadura o algún golpe. Esa fue una felicidad
íntima, solitaria, de un mes de antigüedad. ¿Pero cuál había sido la última vez
que alguien me había hecho feliz?
Encontré la
respuesta un año atrás. Cuando estaba en una oficina ajena, rodeado de geólogos
y biólogos, tratando de darle forma a un libro sobre humedales, cuando el
tiempo pasaba por encima como una sombra, recibía esos mensajes: «¿Dónde
está?». Entonces el fastidio por meter correcciones y escuchar opiniones por
enésima vez se disolvía. Todo cobraba sentido y color. Mi vida ya no estaba
sola, porque si se extinguía en esa oficina había alguien al otro lado preguntándose
por mí, buscando mi existencia, el calor de mis respuestas y mi atención.
Estaba Lena.
Yo le daba cuenta
de mis actos con gusto. Sonreía mientras alguien señalaba en un Macintosh que
había que poner una coma o correr una cifra. Salía de ese lugar apenas me era
posible y subía rápido las cinco cuadras de regreso hasta la oficina, cuando
sabía que ella estaría ahí, aunque al entrar anulaba todo ese empuje y me
sumergía en mi puesto y en más textos sobre humedales. No quería ser evidente
ni intenso, mucho menos dar lugar a comentarios de otros, y eso me costó varios
reclamos por mi aparente indiferencia. Pero a pesar de esa dureza, del orgullo
y del tiempo, ahí quedan mis recuerdos, adornados con un broche. La cerveza de
mi cumpleaños pasado, el par de almuerzos, la cena, su cumpleaños, su
chocolatina «de quinceañera», su abrazo, y esos dulces e importantes «¿Dónde
está?» fueron la última felicidad que recibí de manos y de actos de alguien
más.
Hoy la llamé por
error. Ya no era Lena, sino Sandra, la que me responde con «Saludos» donde
antes ponía «Mua» y «Beso», la que existe en otra dimensión (el pasado para mí;
el presente para ella, totalmente ajeno al mío), la que vive ya con otro
hombre. El precio de no haber dicho, no haber hecho, no haber sido, es esa
transformación, ese cambio de nombre. En mi celular está así: «Sandra», el
mismo nombre hueco y formal de una cliente. Ya no hay Lena en mi vida. Si bien
tras la duda y mi protocolaria forma de decir mi nombre y mi trabajo me
contestó con un «Hola» familiar, nada hostil, noté que no quedaba nada ahí.
Nada por rescatar ni por decir. Lena se había ido; solo quedaba Sandra, a la
que se le cortó la llamada y lo remedió con uno de sus mensajes
característicos: «Saludos».
Con el paso de las
horas he llegado a la conclusión de que ese error, ese acto fallido, no lo fue
tanto.
La felicidad es una pequeña parte efimera de nuestra vida, dividida en pequeños fragmentos esparcidos en distintas etapas de MI
ResponderBorrarHTTP://SIMPLEMENTEVIRGINIA.BLOGSPOT.COM