martes, 29 de mayo de 2018

Inventario del abandono


Esto es lo que tengo en mi nevera:
1.       Una botella de litro y medio de Coca-Cola.
2.       Un trozo de lo que fue una barra de mantequilla.
3.       Un paquete de crema de leche que se venció hace cinco meses (lo acabo de botar).
4.       Una bolsa negra con media cebolla y medio pimentón adentro.
5.       Una botella de Gaterode de mandarina, casi vacía, de la última vez que jugué fútbol (hace una semana).
6.       Una botella de jugo de lulo, medio llena.
7.       Una botella de agua para mis gatas.
8.       Un contenedor de plástico con salchichas adentro.
9.       Una caja de leche deslactosada, casi vacía.

Justo al lado de la nevera, tengo esto:
1.       Una botella de litro y medio de Coca-Cola vacía.
2.       Una bolsa de tres kilos de arena de gato vacía.
3.       Una botella de Pony Malta vacía.
4.       Una botella de agua vacía.
5.       Una botella de Naranja Postobón vacía.
6.       Una caja de icopor vacía.
7.       Dos escobas.
8.       Un aparato para absorber agua del piso.



Hoy desayuné con una taza de café y un pan blandito. Almorcé un sándwich de Subway, con papas Margarita naturales y Pepsi. Cené otro sándwich igual (había promoción de dos por uno), con papas Margarita naturales y Coca-Cola.
Ayer fui a visitar a mi padre. Ahora que mi hermana está trabajando, la idea de que él pasa los domingos solo me entristece un poco. También me inquieta porque por mi propia experiencia sé lo que la soledad empieza a hacerle a alguien cuando se prolonga mucho.
En todo caso, él no está siempre solo: mi hermana llega al apartamento en el que viven todas las noches, después del trabajo; y supongo que los viernes y los sábados, que son los días que ella tiene libres, harán algo juntos. También está la dueña de ese apartamento, o al menos quien ha estado viviendo ahí por más tiempo, que es mi tía, la hermana de él. Ella también llega todas las noches a ese apartamento, que imagino ya no debe sentir suyo. No me extrañaría que mi tía se sienta privada de intimidad después de dos años de tener a mi padre y a mi hermana ahí arrimados y que esa sea la razón por la que pasa casi todo el día, todos los días, afuera. Casi nunca me he cruzado con ella las veces que he ido a ver a mi padre, y las pocas veces que eso ha pasado ella saluda y entra directamente a su cuarto. Parece que fuera una rehén del par de intrusos que tiene en su casa, como esa película argentina en la que un viejo le monta una fábrica de churros a un tipo en la cocina.

¿Por qué no buscan un lugar para vivir?
Porque mi padre no quiere pagar un arriendo. Porque le resulta más práctico vivir así.

Me contó que habían atracado a mi hermana. Una noche de llovizna, a unas cuadras de donde vivo; la sombrilla le obstaculizó su visión periférica, y cuando se dio cuenta de que la abordaban ya no pudo hacer nada sino entregar su cartera y correr. Por suerte, pudo conservar el celular que hizo que mi abuela se endeudara por tres millones, pues lo llevaba en un bolsillo de su ropa. Más tarde pasaron juntos por el lugar, con la esperanza de que el ladrón hubiera tirado la cartera por ahí después de sacar lo que le servía. Sin embargo, solo encontraron a un tipo cagando en el separador de la autopista.
Le conté que esta misma semana yo había caminado por esa zona, con mi computador en la maleta, gracias a que el que manejaba el bus de TransMilenio había ignorado la parada que me servía. También le hablé de esa madrugada en Buenos Aires, cuando me di cuenta de que dos tipos se preparaban para robarme una cuadra más adelante.
Luego me dijo que ya había hecho las diligencias para pensionarse. En realidad quería sacar todo lo que tenía ahorrado, pero no podía hacerlo por no sé qué burocracia o tecnicismo, así que su única opción era pensionarse desde ya y empezar a recibir su renta mensual. En ese momento no me di cuenta del sendero por el que nos había llevado la conversación y las tumbas que había destapado; solo sentí el impulso de preguntarle por la plata que me sacó de la cuenta y que lleva dos años prometiendo que me va a pagar. Me respondió como siempre, o de hecho peor que antes: «Estoy esperando que salga una cosa…». Antes, por lo menos, hacía el intento de elaborar la excusa, de hablar de algún proyecto en alguna ciudad del que sacaría dinero por montones. Esta vez, solo fue «una cosa».
Después de eso, no pude resistir ni cinco minutos más. Estaba frustrado y muy deprimido, y ni siquiera la compañía de Chibi allí me podía ayudar más. (Si no llevo a una de mis gatas, esas visitas se me hacen insoportables y dolorosas). Metí a Chibi en su cargador y me fui con la certeza de que van a pasar al menos treinta días antes de que lo pueda volver a ver.

Hoy llegué a la oficina, y el lugar en el que me siento estaba hecho un desorden y lleno de cosas. Mi silla, como siempre, no estaba. Fui a buscarla y me senté en otro cuarto, pero la señal de internet ahí era un asco. Me dediqué a hacer una ronda con los diseñadores involucrados en los proyectos que me ha tocado corregir para preguntar cómo va la cosa. Además de eso, necesitaba preguntarle algo a la que trabaja como planeadora. Mientras ella hablaba por celular y yo hacía mi farsa de editor ocupado, le echaba mirada furtivas a su culo y a sus piernas, que me resultan cada vez más provocativas, incluso aunque use un simple jean, como hoy. Cuando al fin colgó, se puso a despejar mi puesto. Tan pronto ella sacaba algo de la mesa, yo iba poniendo algo mío: el portátil, el mouse, un papel con el que me limpiaba la nariz, la billetera, las llaves, los audífonos y el celular. El papel con mis mocos lo tiró ella a la basura. Qué acto de intimidad. Como ponerme una calcomanía en la mano o chocar su cuerpo con el mío cuando estamos sentados. Hace un año habría buscado la forma de sacarles provecho a esos actos de cercanía, pero hoy estoy demasiado adolorido, y triste, y amargado, y creo que irremediablemente dañado.

¿Qué diría mi psicólogo al respecto?
Tal vez nunca llegue a saberlo. Tal vez ya no sea «mi» psicólogo. Es mayo, y en todo este año no he ido a verlo una sola vez. Al principio porque creía estar bien y listo para ver el mundo con una perspectiva más sana; ahora porque no puedo pagar las consultas. Desde que la editorial para la que hacía freelance me cortó el trabajo ya no puedo hacer esos gastos y ni siquiera ahorrar. Finalmente me confronto a lo exiguo que es mi salario y al hecho de que, como me dijo Piedad el otro día, opté por la marginalidad al despreciar los estudios de universidad. Antes creía que podía enfrentar esa marginalidad o, más que eso, atesorarla, hacerla mi fortaleza, gracias a mi talento y a mi capacidad artística. El problema es que también me estoy enfrentando a la realidad de que ninguna de esas cosas está lo suficientemente afirmada en mí, o de que tal vez ni existen. Cada vez que mi prudencia decía «Tendremos que lidiar en este mundo laboral sin diplomas en la tierra de los papeles, donde lo escrito dice y valida más que lo vivido, donde un sello cuenta más que un acto», yo me respondía: «No importa. Sé escribir, y eso me sacará adelante». Hoy, eso parece una quimera, una fantasía.

A propósito de fantasías, todavía sueño con Dani, la fantasía primordial, de la que parte todo: mi gusto por otras mujeres, mi deseo de vivir, mi esperanza de ser alguien mejor, un escritor hecho. Siento que desde que ella me rechazó y me expulsó categóricamente de su vida, quedándose con la mitad de mis cosas, como si se tratara de un divorcio, mi fuego sagrado se ha apagado, y ya no tengo el mismo deseo de crear ni de ser ni de existir. Es como si todo hubiera perdido el destino y el color, el propósito, la promesa de redención. He vuelto a preguntarme con mucha frecuencia qué sentido tiene seguir vivo, y esta vez tengo en Chibi y en Umi la única respuesta. Me pregunto si mi inconsciente, en un muy profundo acto de conservación, fue el que me llevó a adoptar a este par de criaturas de las que dependo tanto como ellas de mí… tal vez más. Si no fuera por ellas, sé que estaría considerando seriamente meterme al mar y no volver nunca más.
A las seis de la tarde, algunos diseñadores decidieron ponerse a jugar carreras, pero resulta que el computador en el que tienen instalado el juego está ahora en mi mesa. Prácticamente me expulsaron de mi propio puesto de trabajo, el mismo que vuelven un tiradero y al que le quitan siempre la silla. Apenas terminaron de jugar, una hora después, volvieron a dejar eso hecho un chiquero, pero no me sentí con ánimos ni argumentos para reclamar por una mesa que ocupo solo seis horas a la semana, apenas cuando se me antoja o me parece prudente mostrar mi cara en la oficina. De todos modos esa absoluta indiferencia a lo que es mi espacio me deprimió mucho. Lo veo como un reflejo de mí mismo y mi lugar en este mundo: uno que tan pronto desocupe van a pisotear, desordenar y olvidar. También podría decirse: uno que una planeadora ordenará y limpiará.
Llegué a mi casa desanimado y dispuesto a perder toda la noche frente a mi propio videojuego, pero cada vez que veo a mis gatas, a ese par de almas nobles e inocentes, que me dan afecto y reciben mi desbordado chorro de besos, me olvido de esas crueldades que subraya mi percepción de la realidad, y puedo tener un poquito más de aire, una brazada más en este ahogo de silencio, y a veces, como esta noche, y como espero que en muchas más, puedo sentarme a escribir otra vez.









1 comentario:

  1. "Y cuando llegue el día del último viaje
    y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
    me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
    casi desnudo, como los hijos de la mar."

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