Esto es lo que tengo en mi nevera:
1.
Una botella de litro y medio de Coca-Cola.
2.
Un trozo de lo que fue una barra de mantequilla.
3.
Un paquete de crema de leche que se venció hace
cinco meses (lo acabo de botar).
4.
Una bolsa negra con media cebolla y medio
pimentón adentro.
5.
Una botella de Gaterode de mandarina, casi
vacía, de la última vez que jugué fútbol (hace una semana).
6.
Una botella de jugo de lulo, medio llena.
7.
Una botella de agua para mis gatas.
8.
Un contenedor de plástico con salchichas
adentro.
9.
Una caja de leche deslactosada, casi vacía.
Justo al lado de la nevera, tengo esto:
1.
Una botella de litro y medio de Coca-Cola vacía.
2.
Una bolsa de tres kilos de arena de gato vacía.
3.
Una botella de Pony Malta vacía.
4.
Una botella de agua vacía.
5.
Una botella de Naranja Postobón vacía.
6.
Una caja de icopor vacía.
7.
Dos escobas.
8.
Un aparato para absorber agua del piso.
Hoy desayuné con una taza de café y un pan blandito. Almorcé
un sándwich de Subway, con papas Margarita naturales y Pepsi. Cené otro
sándwich igual (había promoción de dos por uno), con papas Margarita naturales
y Coca-Cola.
Ayer fui a visitar a mi padre. Ahora que mi hermana está
trabajando, la idea de que él pasa los domingos solo me entristece un poco. También
me inquieta porque por mi propia experiencia sé lo que la soledad empieza a
hacerle a alguien cuando se prolonga mucho.
En todo caso, él no está siempre solo: mi hermana llega al
apartamento en el que viven todas las noches, después del trabajo; y supongo
que los viernes y los sábados, que son los días que ella tiene libres, harán
algo juntos. También está la dueña de ese apartamento, o al menos quien ha
estado viviendo ahí por más tiempo, que es mi tía, la hermana de él. Ella
también llega todas las noches a ese apartamento, que imagino ya no debe sentir
suyo. No me extrañaría que mi tía se sienta privada de intimidad después de dos
años de tener a mi padre y a mi hermana ahí arrimados y que esa sea la razón
por la que pasa casi todo el día, todos los días, afuera. Casi nunca me he
cruzado con ella las veces que he ido a ver a mi padre, y las pocas veces que
eso ha pasado ella saluda y entra directamente a su cuarto. Parece que fuera
una rehén del par de intrusos que tiene en su casa, como esa película argentina
en la que un viejo le monta una fábrica de churros a un tipo en la cocina.
¿Por qué no buscan un lugar para vivir?
Porque mi padre no quiere pagar un arriendo. Porque le
resulta más práctico vivir así.
Me contó que habían atracado a mi hermana. Una noche de
llovizna, a unas cuadras de donde vivo; la sombrilla le obstaculizó su visión
periférica, y cuando se dio cuenta de que la abordaban ya no pudo hacer nada
sino entregar su cartera y correr. Por suerte, pudo conservar el celular que hizo que mi abuela se endeudara por tres millones, pues lo llevaba en un
bolsillo de su ropa. Más tarde pasaron juntos por el lugar,
con la esperanza de que el ladrón hubiera tirado la cartera por ahí después de
sacar lo que le servía. Sin embargo, solo encontraron a un tipo cagando en el
separador de la autopista.
Le conté que esta misma semana yo había caminado por esa
zona, con mi computador en la maleta, gracias a que el que manejaba el bus de
TransMilenio había ignorado la parada que me servía. También le hablé de esa
madrugada en Buenos Aires, cuando me di cuenta de que dos tipos se preparaban
para robarme una cuadra más adelante.
Luego me dijo que ya había hecho las diligencias para
pensionarse. En realidad quería sacar todo lo que tenía ahorrado, pero no podía
hacerlo por no sé qué burocracia o tecnicismo, así que su única opción era
pensionarse desde ya y empezar a recibir su renta mensual. En ese momento no me
di cuenta del sendero por el que nos había llevado la conversación y las tumbas
que había destapado; solo sentí el impulso de preguntarle por la plata que me sacó
de la cuenta y que lleva dos años prometiendo que me va a pagar. Me respondió
como siempre, o de hecho peor que antes: «Estoy esperando que salga una cosa…».
Antes, por lo menos, hacía el intento de elaborar la excusa, de hablar de algún
proyecto en alguna ciudad del que sacaría dinero por montones. Esta vez, solo
fue «una cosa».
Después de eso, no pude resistir ni cinco minutos más.
Estaba frustrado y muy deprimido, y ni siquiera la compañía de Chibi allí me
podía ayudar más. (Si no llevo a una de mis gatas, esas visitas se me hacen
insoportables y dolorosas). Metí a Chibi en su cargador y me fui con la certeza
de que van a pasar al menos treinta días antes de que lo pueda volver a ver.
Hoy llegué a la oficina, y el lugar en el que me siento
estaba hecho un desorden y lleno de cosas. Mi silla, como siempre, no estaba.
Fui a buscarla y me senté en otro cuarto, pero la señal de internet ahí era un
asco. Me dediqué a hacer una ronda con los diseñadores involucrados en los
proyectos que me ha tocado corregir para preguntar cómo va la cosa. Además de
eso, necesitaba preguntarle algo a la que trabaja como planeadora. Mientras
ella hablaba por celular y yo hacía mi farsa de editor ocupado, le echaba
mirada furtivas a su culo y a sus piernas, que me resultan cada vez más
provocativas, incluso aunque use un simple jean, como hoy. Cuando al fin colgó,
se puso a despejar mi puesto. Tan pronto ella sacaba algo de la mesa, yo iba
poniendo algo mío: el portátil, el mouse,
un papel con el que me limpiaba la nariz, la billetera, las llaves, los
audífonos y el celular. El papel con mis mocos lo tiró ella a la basura. Qué
acto de intimidad. Como ponerme una calcomanía en la mano o chocar su cuerpo
con el mío cuando estamos sentados. Hace un año habría buscado la forma de
sacarles provecho a esos actos de cercanía, pero hoy estoy demasiado adolorido,
y triste, y amargado, y creo que irremediablemente dañado.
¿Qué diría mi psicólogo al respecto?
Tal vez nunca llegue a saberlo. Tal vez ya no sea «mi»
psicólogo. Es mayo, y en todo este año no he ido a verlo una sola vez. Al
principio porque creía estar bien y listo para ver el mundo con una perspectiva
más sana; ahora porque no puedo pagar las consultas. Desde que la editorial
para la que hacía freelance me cortó
el trabajo ya no puedo hacer esos gastos y ni siquiera ahorrar. Finalmente me
confronto a lo exiguo que es mi salario y al hecho de que, como me dijo Piedad
el otro día, opté por la marginalidad al despreciar los estudios de
universidad. Antes creía que podía enfrentar esa marginalidad o, más que eso,
atesorarla, hacerla mi fortaleza, gracias a mi talento y a mi capacidad
artística. El problema es que también me estoy enfrentando a la realidad de que
ninguna de esas cosas está lo suficientemente afirmada en mí, o de que tal vez ni
existen. Cada vez que mi prudencia decía «Tendremos que lidiar en este mundo
laboral sin diplomas en la tierra de los papeles, donde lo escrito dice y
valida más que lo vivido, donde un sello cuenta más que un acto», yo me
respondía: «No importa. Sé escribir, y eso me sacará adelante». Hoy, eso parece
una quimera, una fantasía.
A propósito de fantasías, todavía sueño con Dani, la
fantasía primordial, de la que parte todo: mi gusto por otras mujeres, mi deseo
de vivir, mi esperanza de ser alguien mejor, un escritor hecho. Siento que
desde que ella me rechazó y me expulsó categóricamente de su vida, quedándose
con la mitad de mis cosas, como si se tratara de un divorcio, mi fuego sagrado
se ha apagado, y ya no tengo el mismo deseo de crear ni de ser ni de existir. Es
como si todo hubiera perdido el destino y el color, el propósito, la promesa de
redención. He vuelto a preguntarme con mucha frecuencia qué sentido tiene
seguir vivo, y esta vez tengo en Chibi y en Umi la única respuesta. Me pregunto
si mi inconsciente, en un muy profundo acto de conservación, fue el que me
llevó a adoptar a este par de criaturas de las que dependo tanto como ellas de
mí… tal vez más. Si no fuera por ellas, sé que estaría considerando seriamente
meterme al mar y no volver nunca más.
A las seis de la tarde, algunos diseñadores decidieron
ponerse a jugar carreras, pero resulta que el computador en el que tienen
instalado el juego está ahora en mi mesa. Prácticamente me expulsaron de mi
propio puesto de trabajo, el mismo que vuelven un tiradero y al que le quitan
siempre la silla. Apenas terminaron de jugar, una hora después, volvieron a
dejar eso hecho un chiquero, pero no me sentí con ánimos ni argumentos para
reclamar por una mesa que ocupo solo seis horas a la semana, apenas cuando se
me antoja o me parece prudente mostrar mi cara en la oficina. De todos modos
esa absoluta indiferencia a lo que es mi espacio me deprimió mucho. Lo veo como
un reflejo de mí mismo y mi lugar en este mundo: uno que tan pronto desocupe
van a pisotear, desordenar y olvidar. También podría decirse: uno que una
planeadora ordenará y limpiará.
Llegué a mi casa desanimado y dispuesto a perder toda la
noche frente a mi propio videojuego, pero cada vez que veo a mis gatas, a ese
par de almas nobles e inocentes, que me dan afecto y reciben mi desbordado
chorro de besos, me olvido de esas crueldades que subraya mi percepción de la
realidad, y puedo tener un poquito más de aire, una brazada más en este ahogo
de silencio, y a veces, como esta noche, y como espero que en muchas más, puedo sentarme a escribir otra vez.
"Y cuando llegue el día del último viaje
ResponderBorrary esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar."