viernes, 30 de agosto de 2013

Ella (6-12-12)

Una mujer me leyó las cartas. En realidad, debería decir una bruja. No creo que una palabra tan evocadora y bella como “mujer” abarque lo que vi el domingo. Le diré Ella.

Estaba en el parque Centenario, esperando a dos amigos. Hacía demasiado calor y ya llevaba una media hora allí. Mientras divagaba por el punto de encuentro que habíamos acordado, escuché que alguien me hablaba. Ella ofrecía leerme las cartas, que exhibía sobre una mesa junto a otras cosas. Pasé de largo, ignorándola, buscando a mis amigos. Di unas vueltas más por ahí, sin rastro de ellos. Hacía demasiado calor; la espera se prolongaba sin piedad. Consideré entonces prestarme a lo de las cartas. Asumí que si Ella se había dirigido expresamente a mí se debía a un motivo superior —aún lo creo—.

Me senté en un banquito que tenía frente a la mesa y dejé que se desatara lo de las cartas. Ella me preguntó mi nombre, mi fecha de nacimiento y mi signo zodiacal. Se los dije y me pidió que sacara nueve cartas.

Su lectura empezó aclarándome lo que más me ha preocupado estos días: dijo que tendría una vida larga, que moriría muy viejo. Siguió con ciertos detalles acertados, como mi necesidad de afecto, mi mal humor, mi familia y mi búsqueda de trabajo. Afirmó algo que ya me resulta familiar, tanto como manido e ingenuo: que tengo mucha luz en el alma. Traté de reaccionar en forma neutral, de modo que no alentara su clarividencia o su intento de adivinar, fuera lo que fuera.

Sin embargo, llegó un punto en el que me habló de cuestiones amorosas. Señaló que me había traicionado un amor y que me había dolido mucho. No pude evitar corroborar esta vez sus palabras; dije que sí y la miré a los ojos. Entonces ella aseguró que alguien, por envidia, me había hecho “un trabajo” para que no encontrara el amor en mi vida, para que siempre ocurriera algo que lo bloqueara. Profundizó aún más en la cuestión señalando ciertos detalles que he decidido olvidar. También me preguntó (pero no recuerdo si esto fue antes o después) cuál era mi mayor pena. En ese momento no supe contestarle, y me di cuenta de que en realidad no tenía una pena tan grande como para considerarla mayor. No tengo nada que yo pueda decir que me ha lastrado, o que me ha hecho infeliz últimamente. Consideré mi desatino en los asuntos amorosos, mi fracaso con Daniela, pero ahí comprendí que de hecho no estoy tan mal ni tan angustiado; finalmente concilié paz con lo que sea que signifique o provoque mi soledad, y eso me ha tranquilizado considerablemente. De todos modos, por descarte, respondí que la soledad era esa pena. Como dije, ahora no recuerdo si esto fue antes o después del discurso sobre el bloqueo contra el amor.

Ella dijo que podía deshacer eso con otro trabajo. Sin dudarlo soltó una pretensión económica: dos mil pesos. Era demasiado absurda. Le sonreí y le dije que de ningún modo podía pagarle eso. Ella propuso la necesidad de ese trabajo, para que consiguiera ese amor en mi vida y los dos hijos que estaban proyectados en mi destino o algo así. Me llamó la atención lo de los “dos hijos varones” y lo bueno que sonaba: dos Capablancas. Entonces me preguntó cuánto podía pagar. Pensé que toda esta conversación se basaba en suposiciones, en tanteos, así que solté una cifra cualquiera: doscientos pesos. Ella aprobó esa suma y me pidió que pusiera mi mano sobre una pirámide. Es estúpido, pero ni siquiera entonces creí que el asunto fuera en serio, seguí pensando que lo de deshacer ese trabajo requería otro espacio, otro momento. Accedí a repetir un conjuro que ella recitó, con la mano sobre la pirámide: algo sobre abrir mis auras y rechazar el mal. Finalmente, me dio una piedra, me recomendó que no me alejara de ella, y me pidió los doscientos pesos.

Cuando dije que no tenía esa plata, la mirada de Ella reveló por fin un rasgo de humanidad, quebró instantáneamente la pantalla de mujer espiritual que exhibía. Vi su codicia, su ordinariez y lo feo de su ser, en ese segundo, en ese instante. “Esto es serio”, me dijo, y me echó en cara que yo le hubiera dejado hacer todo lo de la pirámide sin el dinero. Me preguntó si podía pagarle al menos los 30 pesos de la lectura de las cartas. Evidentemente, me sentí culpable y en problemas, así que le pagué lo que me pidió. De todos modos hubo más reclamos de su parte e incluso me pidió que le comprara “una Coca”, pero ya no podía ni quería gastar más plata. No concedí y Ella, que había retomado su careta, dijo que no había problema. De todos modos sugirió que fuera a su casa. Insistió vehemente en eso, como tres veces. Me habló de rutas de bus que podían llevarme, me dio la dirección y un teléfono. Según Ella, el trabajo no estaba completo y yo tenía que ver el mal del primer trabajo aquel. Le cuestioné qué utilidad tendría para mí ver eso, negué cualquier intención de hacerlo, pero Ella dijo que era necesario. Ya estaba saturado, necesitaba largarme de allí. Hice algo muy estúpido en mi desesperación: anoté mi nombre, mi fecha de nacimiento y mi signo en el papel que me pasó. Nervioso, vi que había más nombres ahí así que no me pareció tan dañino. Hoy siento otra cosa al respecto, pero cuento con que la dichosa luz que tanto apuntan en mí me ahorre cualquier disgusto. Por lo demás, no necesito trabajos positivos ni negativos: estoy satisfecho así, o digamos en paz, y eso es lo que cuenta.

Hoy puse la piedrita azul de Ella en los rieles de un tren. La dejé allí justo antes de que pasara.

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