miércoles, 15 de julio de 2009

Aprendiendo a volar

La ciudad de Santa Marta está a su alcance a menos de dos horas y medio si decide volar con nosotros... Además señor, estamos en promociones. Aseguraba la vendedora de Aires cuando fui a preguntar por boletos.  El vuelo debía salir del Aeropuerto Perales a las nueve y media. Sin embargo, solo fue posible abordar el avión a las once y diez, pues aseguraba la azafata que el aeropuerto de Bucaramanga, de donde venia el avión,  estuvo cerrado un buen tiempo ocasionando el mencionado retraso. ¿Mencionado? ¿Por qué lo menciono? pues porque ese mencionado retraso me hizo estar en una sala de espera con familiares de mis futuros compañeros aéreos (la mayoría no muy cercanos o desconocidos). 
Como toda familia que acompaña a uno de sus miembros hasta la hora del despegue, de lo único que hablan es de sus experiencias en viajes, mientras personajes como yo, que viajábamos por primera vez, callábamos casi catatónicamente, intentando no quedar descubiertos —y por supuesto al acecho— de una jauría de experimentados voladores, deseosos de cubrir de consejos a carne fresca e ingenua como la mía.

Ya dentro del avión todo fue más simple de lo esperado. No vi diferencia entre el interior del avión y el de un bus, a no ser por la forma de las ventanillas, que en el avión eran redondas y pequeñas, las revistas puestas organizadamente tras cada asiento y una señora que, por medio de un micrófono de radio aficionado (si se me permite la imprudencia), explicaba cómo actuar, en caso de que una tragedia como la ocurrida en días pasados en Brasil llegase a suceder.



El avión prendió sus turbinas y lentamente empezó a avanzar, hasta llegar a uno de los extremos de la pista. Allí se detuvo por unos segundos, donde la gente inexperta, e incluso los que no (creo yo), sienten el vacio y la expectativa de cómo terminará el despegue. A mi lado un hombre lloraba de la impresión de lo que pudiera ocurrir, enfrente mío una mujer joven rezaba sin parar, intentando asegurar su entrada al cielo en caso de tragedia... todo listo para despegar. Después de los segundos de quietud del avión y de zozobra de los tripulantes, el vehículo toma una velocidad difícil de describir y se eleva, un vacío se hace en mi estomago… ¡Estoy volando!

La sensación de estar allá arriba se me antojo  agradable en exceso. Mi éxtasis terminó después de veintidós minutos, cuando aterrizamos en Bogotá. Después de la emoción viene su contraparte: nauseas, ganas de vomitar y un arrepentimiento profundo de haber  invadido los cielos. “Todos lo pagan”, dice mi acompañante sonriendo. Ahora todo es frío, al menos durante unas hora, mientras tomo el siguiente vuelo hacia el paraíso que queda en...

1 comentario:

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