viernes, 13 de septiembre de 2013

Esbozo de mi vagancia

Lo que sigue es un relato que hice a propósito de algo que escuché mientras iba en un bus. No debe considerarse como un intento de cuento ni como un escrito con intenciones deliberadamente literarias. Es, acaso, un primer borrador, un disparador, que todavía necesita la forma de la esencia espiritual de lo vivido y el estribo de un punto de no retorno. No sé qué pueda salir de esto ni espero mucho al respecto. Quizá una novela corta, pero de ninguna manera un cuento porque soy absolutamente incapaz de eso. No tengo esa motricidad fina para armar un mecanismo tan preciso. La única verdad de este texto es que necesitaba escribirlo, verdaderamente, como un impulso incontenible —y eso generalmente es una buena señal—.

Para mí la experiencia del colegio fue como estar en una cárcel. La asociaba con eso, pensaba en términos de “¿Cuánto me falta?” o “¿Qué tengo que hacer para terminar con esto?”. Me movía como un prisionero que cumplía con las normas, que mostraba buena conducta, con la única motivación de terminar eso cuanto antes. En primaria ya tenía este tipo de ideas, aunque en una forma vaga, apenas sugerida por los patios enrejados y las canchas de cemento de mi colegio en Venezuela. Durante esos años anhelaba regresar a Colombia, al colegio con espacios verdes y amplios en el que había empezado a estudiar. Fantaseaba mucho al respecto. Sin embargo, cuando se dio ese esperado regreso lo único que conseguí fue afianzar esa idea de estar cumpliendo una condena. Descubrí que solo me habían trasladado a una prisión de mayor seguridad. Tenía los mismos espacios verdes que recordaba, pero el ambiente era mucho más hostil. El primer día de mi regreso un tipo se me acercó en el recreo para darme unos consejos, entre ellos que no debía dar papaya, o si no me la montarían para siempre. Como se puede ver, un consejo muy carcelario. Aparte de este muchacho, el único que se me acercó fue un gordo con gafas. Me saludó y me preguntó el nombre. Así resulté juntándome con los nerdos.

Tres años después asumí mi verdadera vocación: la de un vago. En décimo ya había dejado de juntarme con ese grupo de buenos muchachos que sacaban buenas notas y me había adherido como un parásito a otro de tipos de estrato medio (en términos carcelarios, nada económicos) que jugaban fútbol. No hablaba con ninguno de esos tipos ni sentía mayor afinidad por ninguno, pero ahí llegaba sagradamente, todos los recreos, a jugar fútbol. Los otros me aceptaban silenciosamente aunque yo sabía que en el fondo me despreciaban. Se burlaban de mí por lo bajo y yo me daba cuenta. No hacía nada al respecto porque prefería eso a estar solo.

Al final de décimo estaba muy mal con las notas y me había resignado a perder el año directamente. Los números no me cuadraban: calculaba que iba a tirarme al menos cinco materias. El día en que nos entregaron las notas el gordo de gafas trató de animarme. Me propuso que le hiciera una seña para indicarle si me había tirado el año o si había pasado. Supongo que accedí a esa estupidez porque me sentía agradecido por su apoyo, aunque ya estaba totalmente resignado.

Mi boletín resultó ser una gran sorpresa: solo había perdido una materia. Eso me daba la posibilidad de habilitarla a fin de año. Estaba abrumado, no podía entender eso. Cuando le hice la seña al gordo las manos me temblaban de la emoción.

Igual me tiré el año. No pasé la habilitación de física.

Cuando repetí hice parte de un grupo de compinches. Éramos cuatro: tres repitentes y uno más joven que nosotros, que sacaba buenas notas. Pasé los dos últimos años de colegio con este grupo, aunque al final nuestra amistad se desgastó, en especial conmigo: los otros tres sí seguían viéndose periódicamente. Uno de estos compinches me despreciaba porque una vez había hablado de más sobre un secreto suyo; a otro ya le había germinado la envidia o fastidio que me había tenido desde un principio; y el otro era un tipo al que le daba igual si me veía o no. Ellos fueron a la ceremonia de graduación y yo no.

Tengo buenos recuerdos de ese último año de colegio. En particular porque mi actitud de vago se afianzó y me las arreglé para cumplir con el último tramo de mi condena sin hacer mucho esfuerzo.

Teníamos, por ejemplo, un requisito de servicio social. Una de las formas de salir de eso era la patrulla escolar, que consistía en organizar el tráfico a la hora de entrada o a la hora de la salida. Yo había escogido la hora de entrada, con mis otros compinches. En realidad, no hice nada en esa patrulla. Mi medida de servicio social fue pararme en una esquina del estacionamiento con un chaleco amarillo. Nada más. No daba ninguna indicación; solo charlaba con los compinches.

También nos daban una clase de orientación profesional, todos los miércoles. En esa hora semanal se llevaban a todo el grupo de once al teatro del colegio para que les dieran una charla sobre una universidad distinta cada semana. Yo no fui a ninguna de esas charlas. En el trayecto desde el salón hasta el teatro yo me salía del grupo y me iba a la parte de atrás del patio. Era un recreo más para mí. Me iba al límite del patio de primaria. Veía a los niños jugar libremente. Una vez encontré un primo mío ahí. Lo hicieron llorar pero no hice nada por él.

No me importaban las universidades ni las carreras. Lo único que yo quería era “salir”. Solo hubo una charla de la que no pude escapar porque fue en el salón. Resultó ser de la carrera de Artes Visuales en la Javeriana. Cuando fue necesario, me decanté por esa carrera solo por eso.


En Física y en Química nos obligaban a quedarnos por las tardes para clases de laboratorio. En esas yo tampoco hacía un carajo. En Física mi grupo era de ocho personas, de las cuales solo seis trabajaban. Uno de mis amigos solo hacía chistes y dibujos mientras los demás trabajaban en los experimentos y en los informes. Yo le hacía eco a sus chistes que, como divertían a los otros seis mientras tanto, nos evitaban cualquier reclamo. En el de Química, por otra parte, éramos cuatro y yo tampoco hacía mucho. Mis compañeros no confiaban en mí y solo me delegaban tareas menores. Mi única preocupación era llevar la bata blanca para entrar al laboratorio.

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