jueves, 4 de julio de 2013

Julio 4

- Me habían dado casi un mes para hacer una monografía sobre un cuento. Tenía que citar otros autores y hacer referencias a otros cuentos del mismo autor. A mucha gente esto la aburrió y se bajó de la materia. Yo seguí por inercia, porque cuando voy al instituto voy anestesiado, solo va la mitad de mi ser, o incluso menos que eso.

Había una primera fecha de entrega. A esa no alcancé. La segunda fecha de entrega era dos semanas después. De todos modos pasé ese tiempo durmiendo y jugando ajedrez, nada más. Solo me animé a hacer el trabajo el mismo día de la entrega. Me desperté a las cinco de la mañana, no por iniciativa sino porque simplemente ya no tenía sueño. A esa hora empecé a escribir, y esto con varias interrupciones. Terminé la monografía media hora antes de la clase, en un café internet (o ciber, como le dirían acá): ocho páginas. Ocho sobre Carver y su cuento, ayudado por la teoría de Pablo y amarrado burdamente con la teoría que se suponía que debíamos usar. La voz —esa que todos tenemos— me decía: “No vas a alcanzar. Mierda, ¿por qué no hiciste esto con tiempo? Eres un irresponsable. Nos vamos a joder”. Yo le contestaba: “Tranquila. Todo está controlado. Por algo soy escritor. Ya vas a ver”.

Finalmente saqué diez.

- Algo que me hace querer todavía esta ciudad y que me sostiene aquí es la conciencia de que, lamentablemente, solo aquí puedo explotar como escritor, solo aquí puedo desarrollar el talento. Cada vez que voy a Colombia confirmo que allá es muy jodido sobresalir, que nadie cree en ti, que todo es envidia y palancas. Si tienes un apellido Tal y conoces a Fulano, no importa si tienes talento o no, te publican, hasta puedes escribir en un periódico. Es como un círculo muy cerrado, movido solo por influencias y suerte. Un ambiente así resulta hostil para el arte verdadero. Por eso agradezco estar lejos: me da perspectiva.

Estar aquí me ha hecho evolucionar —literariamente— en una medida en la que jamás podría lograrlo en Colombia. Allá somos demasiado provincianos, demasiado salvajes todavía. Allá el horizonte es corto y árido. No puedes ser un huraño escritor que se refugia en su talento y en la esperanza de que algún día alguien te descubra en un premio. No puedes crecer allí. Es imposible. Tienes que irte. Lo digo porque me comparo con otras personas, con los que se quedan allá. He hablado con otros dos alumnos de Piedad y los dos me han parecido… eso, estancados. Es como si no se pudiera abrir bien los ojos allí, es como si no hubiera magia, como si tus esperanzas en lo que escribes fueran demasiado inocentes, como si no hubieras visto la realidad. Hay que salir a sufrir, a enfrentar la oscuridad y la incertidumbre.

Esto es muy significativo: en ninguno de los talleres a los que fui en Colombia me destaqué. En ninguno me daban crédito para nada; de hecho, a duras penas podía decirse que yo existía. No hablaba con nadie y siempre leía con la esperanza de recibir un halago, con el afán de impactar, de que me reconocieran. Hacía muchos malabares, mucha pirotecnia. Me perdía en eso, pero nadie me lo decía. Todo era un régimen de salón y de desinterés y de egoísmo y de celos. Ni siquiera en el de Piedad me iba bien. Las críticas que recibía en general me desanimaban y no me daban nada de provecho. Piedad hizo dos concursos entre los compañeros y no gané ninguno: de los dos solo saqué un voto. Yo no sé qué hice o qué pasó, pero de todos modos ella reconoció algo en mí y se aseguró de que no me perdiera, me recibió en su casa, me subió la moral, me recompuso. Me puso en el camino que era.

Ahora es así: en el taller actual me va bien. Sin embargo, esto no fue sencillo ni repentino. Durante un año estuve leyendo con esos propósitos vanidosos de antes. Hacía piruetas y grandes espectáculos pero el público se me aburría. ¡Se iban a mitad de la función! Una vez cancelé: iba en medio de una lectura y dije “Bah, ya basta”. Un año así, de palos, de que me dijeran que se aburrían, que no entendían, que no iba a ninguna parte. Un año sintiéndome como la mierda, no solo por eso sino porque estaba recién llegado, estaba solo, estaba atormentado por una mujer, arrastraba una larga tristeza desde Bogotá. Me hubiera suicidado si no hubiera sido por cierto evento, que no debo mencionar.

Una noche ocurrió. Leí sin fe, derrotado, esperando que me hicieran mierda, como siempre. Leí con tristeza. Iba en un diálogo y Pablo me detuvo. En ese momento pensé: “Bueno, otra vez se aburrieron. Se fue todo a la mierda”. Pero fue todo lo contrario. Pablo me interrumpió antes de que la cagara —él sabía que iba a hacerlo—. Dejó mi lectura donde debía, hasta donde había funcionado. Otra vez me salvó la visión de un maestro. A partir de esa lectura comprendí: nada es más efectivo que narrar. Ese es el asunto. No trates de convencer, no trates de hacer malabares, no trates de impresionar, no excedas la pirotecnia: la historia, y en especial el personaje, van a decirlo todo.

A veces yo mismo olvido esta lección, pero bueno, el camino está ahí trazado. Solo hay que retomarlo.
- Me da lástima ver este espacio tan desolado, tan abandonado, así que me sentí impulsado a darle algo de movimiento. De todos modos tengo muchas prevenciones con este sitio ahora que me di cuenta de que no tengo la impunidad de la que creía disponer y dudo si debería poner cosas que no quiero que ciertas personas lean. De hecho, ya hay cosas que no quiero que ciertas personas lean y yo, tan paranoico como soy, sospecho si no se habrán enterado ya, si no habré dejado en evidencia más de lo que estoy dispuesto a hacerme cargo (frase bien argentina).

Iba a poner algo sobre Kafka pero me pareció pretencioso. ¿Quién soy yo como para hacerle reconocimientos o menciones a Kafka? Soy un aparecido, un don nadie. Mis reconocimientos hacia él no le importan a nadie. Pensé en esto, particularmente, después de ver una página de Facebook que detesto. Es sobre fútbol y el que la dirige tiene un aire de suficiencia y una vanidad insoportables. Hizo unos “premios” y los promocionó como si fueran la gran cosa, incluso les escribió a Hernán Peláez y a Iván Mejía para hablarles de su gran “reconocimiento”. Si al menos diera un pedazo de cobre, pero no pasa de un artificio en una paginucha. Escribí en esa paginucha hasta que le noté el talante al que la dirigía y me bajé. En fin, a Kafka como mucho se le puede agradecer, aunque eso tampoco importa.

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