domingo, 25 de octubre de 2009

Me gusta/No me gusta II

He aquí una nueva entrega de cosas que me agradan y me desagradan. La anterior entrega la consiguen aquí. Espero que no les importe ni les moleste el hecho de que poco me importará si encuentran este ejercicio pueril, cursilero y poco funcional, y si por el contrario lo hallan agradable y divertido, espero que sepan que, aunque halagado, tampoco me importará mucho. Vamos, es que hay que nivelar respuestas entre las reacciones de los que se atrevan a leernos, ¿No?, pues como quieran, jijunas.


- Nunca me ha gustado cuando la frente me pica y me dan esas ganas incómodas de rascarme. Haya calor o frío en el ambiente, parece que a la rasquiña no le importa, pues aparece y se mete entre las comisuras de mi frente en el momento que a ella le plazca; cuando eso pasa, tengo que ir al baño y lavarme la frente con mucho jabón, y a veces eso no es suficiente, y me irrito y me pongo de un humor pesado... hasta que se me pasa, ya muy tarde en la noche. Menuda porquería.

- Cuando era niño e íbamos a una finca, recuerdo que a veces nos poníamos a llenar un vaso de plástico con agua, lo introducíamos en el congelador y esperábamos a que el agua se congelara; luego nos gustaba agarrar el bloque de hielo que resultaba y quebrarlo contra una roca cercana, primero como un todo, y luego los fragmentos. Una delicia.

- También de niño (incluso en mi actualidad), en la misma finca, me gustaba coger las guayabas podridas o dañadas y lanzarlas con fuerza contra una roca o un tronco; ver cómo se aplastaban y estallaban era algo divertido, como pocas cosas en la vida.

- Una más de cuando era pequeño: cuando era la hora de dormir, me gustaba tragar un poco de la crema dental para niños que acostumbraban comprarnos... era una crema dulce, con chispitas brillantes y atractivas al paladar, y me dejaba una sensación muy fresca en la garganta. Dudo que, con una crema tan peligrosamente deliciosa, fuera yo el único que lo hiciera.

- Cuando era niño no me gustaba que, en épocas de calor, mi saliva adquiriera un sabor extraño, desagradable, como si fuera un indicio de que me fuera a enfermar próximamente. Ni escupiéndola ni tratando de disfrazar el sabor con gaseosa de naranja, la saliva dejaba de saberme mal, y solo luego de un par de horas se me quitaba, o tal vez lo olvidaba y no lo notaba más. Es una de esas sensaciones que no se pueden describir pero que no son, ni en lo más mínimo, placenteras.

- De niño tampoco me gustaba el tufo de aguardiente que se desprendía de la boca de mis familiares en época de fiestas decembrinas... realmente el tufo en sí no me desagrada, pero sí el de ellos específicamente. Nada personal; digamos que era un olor más fuerte, peor mezclado que otros, o tal vez las circunstancias que acompañaban esa percepción ayudaron a mi real desagrado, no se, no lo averiguaré.

- Y una última por hoy: de niño no me gustaba, y no me gusta hoy, dormir sabiendo que las puertas del armario (o del clóset, como se le llame en la región de la que cada quien sea oriundo) de mi habitación están abiertas. Siempre que voy a dormir debo cerrarlas, pues para agravar más las cosas mi armario está justo enfrente de mi cama, y ahora que son corredizas y hacen mucho ruido cuando las cierro, la experiencia de cerrarlas a las dos de la mañana es algo que poco recomendaría. Lo curioso es que tal manía solo ocurre en mi habitación, pues si me encuentro durmiendo en otro lugar, difícilmente me sentiré incómodo si veo que las puertas del armario quedaron abiertas. Ojalá siga siendo así, no quisiera extender mi incómodo asunto a otros rincones de la tierra...

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