martes, 16 de abril de 2013

Sobre "Mapa" (Mikán)


Esto tiene spoilers.

Cuando salí del anfiteatro en el que vi la película consulté la hora. Esperaba que fueran las doce y algo. En realidad, eran apenas las once y media. Esto me dice que la película se me hizo larga. Ya trataré de explicar por qué.

Primero tengo que darle su espacio a la principal virtud de la película: el gran manejo de recursos del director. Durante la primera parte de la película (una media hora, calculo) quedé fascinado y enganchado con la cadena de acontecimientos, no tanto porque fueran magníficos: todo lo contrario, eran muy sutiles e íntimos, y ahondaban en la individualidad y el universo emocional de un personaje bien construido, quizás porque es muy apegado a la realidad. En ese sentido llegué a considerar que esto fuera una novela en soporte visual: además de la sinceridad desde la que se hablaba, en ciertos momentos la voz del narrador adquiría una cadencia y una fuerza muy propias de una obra literaria. En ocasiones la imagen servía al texto (cuando intuyo que en cine debería ser al revés), pero esto no fue un problema para mí e incluso me aventuré a creer que estaba frente a una genial amalgama de literatura y cine. El director logró, con gran habilidad, hacer saltos de la imagen al texto, puesto crudamente en la pantalla, para leer como en una exposición. Se movió con una libertad admirable por la aventura física de su personaje y recurrió siempre al recurso más apropiado para avanzar, al menos en el encadenamiento de hechos. Creo que muchos admirarán la perspectiva elegida, que pone al espectador en el lugar del protagonista, frente a esa estructura fragmentada como de collage, que se permite (y bien) cierto desorden para jugar con diversos elementos como el sonido y el montaje.


La película me mantuvo en vilo frente a la experiencia espiritual del personaje, frente a su búsqueda en un país remoto y lleno de contrastes. El protagonista abordaba preguntas importantes, creíbles, a las que trataba de buscar respuesta a través de su particular visión del mundo. Esa búsqueda me entusiasmó y me hizo seguir al personaje… hasta que se fue de India. Entonces todo se empezó a caer por lo que hasta entonces había sido su principal soporte: la fidelidad a lo real.

Me parece que aquí el director no supo diferenciar, no pudo dar el salto desde una experiencia vivida a la esencia espiritual de esta: simplemente se dedicó a registrarla tal cual. A partir de entonces me hizo seguirlo en una multitud de devaneos que, aunque reconozco propios de la labor creativa, se supone que no deben mancharla. El director dejó que su película desvariara durante —calculo— cuarenta minutos en medio de incertidumbres naturales, reales, que por algún motivo se volvieron demasiado corrientes (si las comparo con las inquietudes que desencadenaron el viaje: esas también fueron reales, pero estuvieron mejor manejadas, estuvieron dirigidas a algo específico). De repente la búsqueda espiritual se decantó en una historia de amor frustrado que, como en la vida real, daba pistas para cualquier parte, dejaba cabos sueltos. El director decidió respetar esto, y mantenerse fiel al rigor del registro, sometido (y sometiéndome) al vaivén de dudas y de momentos vacuos, como el de comerse unas moras con una exnovia.

Si me refiero a un momento vacuo no juzgo su contenido emocional sino su funcionalidad dentro de una historia, dentro de un relato. El “personaje” de Ainhoa no tiene mayor función cuando reaparece, esta vez como una “gran amiga”. El único aporte que pude identificar fue eso de las moras y que ella graba la última escena.

Desde que el protagonista regresa a su país nadie sabe para dónde va… ni siquiera él mismo (esto está bien)… ni siquiera el director (esto es fatal). Es aquí cuando la fusión de protagonista/director y realidad/ficción (¿?) acusa su deformidad. El director perdió el control de la historia (ojo: no de la forma en la que la encadenó, en la que se mantuvo siempre impecable). El director se dejó llevar por su incertidumbre y me hizo seguirla. Llegó un punto en el que me dije: “Dale, cierra esto de una buena vez”. El director parecía tener una cuerda muy larga sin saber cómo hacerle el nudo; la cuerda se alargaba y se alargaba (como la vida) y él no le daba ninguna redondez: como creador de historia, fracasó.

Me permitiré hablar un poco sobre mí. Yo mismo contemplé por un tiempo la posibilidad de que la realidad fuera presentada tal cual es, con su imperfección y su aparente desvarío sin propósito. Me preguntaba cuántas vidas se cerraban sin ninguna huella, sin ningún elemento significativo; me preguntaba por qué era tan necesario hacer algo grandioso si muchos, incluido yo mismo, éramos poca cosa. Me parecía que la vida se iba como un suspiro, que era demasiado caótica y llena de cabos sueltos (el principal ejemplo es la mía y mis enamoramientos inconclusos y efímeros, mis amistades que se fueron al diablo y experiencias totalmente inocuas como tomar un café con un tipo que solo habla de sí mismo). Creía que se trataba de representar eso, que era necesario ser fiel a esa realidad mediocre e incompleta. Escribí incluso una “novela” basado en eso.

Entonces me di cuenta de cuál era precisamente la dimensión del arte, cuál era su poder: había que trascender esa neutralidad. No se trataba de poner una cosa real… la realidad no le gusta a nadie: por eso las personas leen, por eso ven una película, quieren distraerse, encontrarle un sentido a algo, y una historia relatada en un soporte artístico debe dar eso, ese pequeño consuelo. Si no, cualquier diario sería una gran novela, cualquier carta de amor sería un gran poema, cualquier anécdota sería un gran cuento. Pero no: debe haber algo especial, algo revelador y transformador, algo redondo, algo trabajado con un fin específico, en servicio de algo concreto.

Volviendo a la película, este director no hizo eso y como mente artística (aunque tuvo la sensibilidad para hacer un gran montaje) falló a la hora de hacer algo con su verdad, con su anécdota. Al final todo me quedó en eso, en una simple anécdota, en un desvarío que no me transmitió nada. Está bien: el hombre dejó un registro de su despecho y de su soledad, pero estamos en cine, se supone que hiciste una película, que debiste construir algo, no solo registrarlo simpáticamente.

Me siento como si leyera una novela en la que el autor habla de cómo no le encuentra la vuelta a su personaje, que en realidad es él mismo, y deja que las cosas se den sin saber muy bien por qué, hasta que la vida le hace un favor y le da el giro necesario (o al menos un giro funcional) para remachar lo que está haciendo. De repente, de los pelos, el tipo de la película toma una decisión que no me dijo nada. Probablemente es esto: regresas al mundo “real” y este te rechaza, no te acepta. Ahí sí que hay algo, pero nunca advertí que el director fuera consciente de este tema mientras registraba su despropósito en España, no manipuló ninguna circunstancia: solo fue, como diría Humbert Humbert, “un registrador muy consciente”.

2 comentarios:

  1. Juan, me encantó el foco que le dio su "critica" coincido en casi todo, pero el genero en que está la película (Película-documental-diario)quizás le permita estas "libertades" que definitivamente no funcionarían en una película con este rotulo estricto. Eso si, no es una justificación, los roles director,actor se desdibujaron y de ahí todo termina por aflojar demasiado.

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    1. Bueno, yo no me ceñí al género en el que se quiso enmarcar la película, sobre todo porque no conocía esa información, así que la recibí como una película, como una historia. Quizás se esté intentando establecer un género, pero habría que cuestionarse qué propósito tiene esto, en qué medida hacerle un buen montaje a algo cotidiano puede trascender. Y no creo que se deba trascender por vanidad... creo que es por otra cosa, pero ya eso merece una elaboración más larga que este comentario de respuesta

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