jueves, 21 de marzo de 2013

Marzo 21


- Hoy me sentí solo y desanimado. Quería despertarme temprano y trabajar un rato. Invertí mi tiempo nocturno de ayer, el que normalmente me tomo para escribir y leer, en trabajar. Miré casi tres veces seguidas un largo video de un jugador de Arsenal (el de Jenkinson). Igual escribí un correo, como por desahogo. Lo envié a las cuatro de la mañana.

No me desperté temprano. Como siempre, apagué la alarma y seguí durmiendo. Soñé que combatía contra un enorme oso de peluche que se había vuelto salvaje y destruía la ciudad. Yo era el único que podía combatirlo, y tenía que hacerlo con fuego; debía quemarlo y eso me afectaba mucho.

Desperté a mediodía. De todos modos eso todavía es algo temprano para mí. Revisé mi correo, las noticias, y trabajé un rato. Estoy cerca de terminar un ladrillo sobre hidráulica de puentes. Reconozco que no soy un gran corrector, que he sabido moverme para conseguir trabajos. Siento que al final aflojé con el libro de hidráulica, sobre todo porque me di cuenta de que el tipo solo estaba copiando información de otros textos. Son 900 páginas bien pagadas, desde Colombia, y eso me va a aliviar un buen rato, así que seguí adelante. Hay dos libros más. Necesito ir de frente, encerrarme en mi cuarto y corregir, corregir, corregir, que se me vaya la vida en eso.

Tenía clase a las dos y media. Suspendí el trabajo una hora antes y me fui a bañar. En el bus terminé de hacer una tarea y me puse a leer. El cuento “Muchacha de otra parte”, de Abelardo Castillo, me deprimió. Me hizo recordar a alguien que me dejó sin explicaciones, sin forma de reencontrarla, mendigando por los pocos rastros que me dejó. Esa idea, de abandono y amor fracasado, ya me ha estado siguiendo por un par de semanas. Me siento bien, pero solo, como ausente, como un fantasma que en cualquier momento se va a ir de este mundo y a nadie le va a importar, como un espíritu obligado a vagar hasta que pague una condena. Siento la esperanza o el delirio o no sé qué de que en alguna parte me espera una sonrisa y un cuerpo de mujer, afecto indestructible y cómplice, y que allí todo va a estar bien, pero cada día me convenzo de que ese lugar está en otra parte, en otra dimensión, a la que quizá solo puedo llegar después de muerto.

En el instituto encontré a la profesora de Gramática textual. La saludé y esperé que terminara de charlar con otra profesora, a quien ignoré porque no me agrada. No sé por qué; simplemente me fastidia. Subimos unas escaleras y la profesora me preguntó si había recibido su correo. Le dije que sí y pensé que quizás había debido responderle, agradecerle por tomarse el trabajo de revisar si me habían inscrito bien en las materias.

Entré al mismo salón de clases con ella. Noté que había gente distinta allí. Todas mujeres, pero mujeres diferentes. Me senté y aguanté el intercambio de saludos y bromas entre las alumnas y la profesora, hasta que ella finalmente me dijo: “Vos tenés clase allá”, y señaló el salón de al lado. “Expresión escrita” agregó. Pero mi única clase de la tarde era esa de Gramática, así que bajé a la secretaría y revisé el horario. Mi clase empezaba a las cuatro y diez.

Salí a almorzar. En la fila había una mujer que me recordó a Cecilia, mi muchacha de otra parte; Pangea era su pueblo.

- Las correctoras de la tarde estaban preocupadas porque en la clase de Expresión escrita las habían sentenciado a escribir un cuento. En cierta medida me gusta la idea, pero también sé qué peligroso e inútil es el asunto. Yo estuve tratando de escribir un cuento durante años y el cuero no me da. Me extiendo, sobreexplico, en fin.

- Por la noche tuve otra clase. Descubrí que el taller de Pablo me modifica demasiado.  Después de eso cualquier cosa me parece floja, sin espíritu. En el taller hay demasiada energía, demasiadas apuestas, sangre, fuego y dolor; es a vida o muerte, es exposición plena, es lucha. Un salón de clases ahora me parece estéril. La gente conversa, se ríe, estudia, participa en clase, anota en sus cuadernos, y yo estoy ahí, pasmado, después de haber perdido media alma el día anterior, adolorido, triste. Sé que detrás de todo hay mucha mierda, dolores contenidos, locura, mal olor. También sé que detrás de esa capa maloliente hay perfección, redención y pureza, pero a veces me quedo atrapado en la primera capa, y entonces todo es insoportable y tengo ganas de arremeter contra todos y mancharlos con mi oscuridad.

En medio de la clase alguien dijo algo gracioso y crucé miradas con una de las compañeras, los dos sonreíamos. Estaba a mi lado. Le saqué un parecido a una amiga mía. Una versión mejorada, o empeorada, no sé; el caso es que me llamó la atención. Ah, justo hoy, cuando mi sensibilidad está exacerbada e inclinada hacia un precipicio. Me quedo ahí tan imbécil, tan callado, tan quieto, tan escritor. Miro el cielo —y esto no es un manierismo literario—, la llovizna que me recuerda a Bogotá, y me pregunto qué esperanza me queda, qué puedo hacer yo, que estoy tan roto, tan mal hecho.

Otra idea me ronda: en el taller me dijeron que los únicos momentos en los que funcionan mis escritos es cuando aparece Cecilio, que interactúa con el mundo y se mueve y es más real que yo. Sin Cecilio queda un protagonista cerrado que no se comunica con nadie. Es lo que soy y no puedo salir de eso. Estoy atrapado en mí mismo y creo que ya se me hizo tarde para remediar eso. Ya no hay forma de aprender códigos humanos para entablar conversaciones o hacerse el simpático. Aprendí a quedarme en mi rincón, porque sé que cuando intento salir de eso se me nota el esfuerzo, quedo en ridículo y hasta digo cosas groseras o torpes o estúpidas. Lo único que puedo hacer decentemente —y eso con serias sospechas— es escribir.

- Cosas aparte: la profesora de Taller de corrección (nada que ver con el de literatura) anda saliendo con un cubano después de haberse divorciado. A ella le gusta compartir estas cosas sobre su vida. Creo que a veces dice más de lo que debería. Por ejemplo, hoy dijo que el cubano usaba palabras raras, que el fin de semana le decía “Vírate, vírate” y ella no le entendía. Quería decir “Voltéate, voltéate”. Mi imaginación/percepción se soltó. El cubano debe estarla surtiendo bien.

Una más: me ha caído la conciencia de que escribir esto acá es inútil. Creo que casi cualquier cosa que escriba (acá). No sé a quién le hablo, o si a alguien le importa. Tengo la impresión de que no y de que soy un advenedizo. Espero haberles servido para arrancar de nuevo esta máquina, de la que yo por ahora me bajo. Igual el compromiso que hicimos nunca me lo cumplieron así que eso me tiene sin cuidado. Estoy empezando a sentirme disgustado con todos y con todo y quiero estar solo, no quiero ni hablar. Prefiero seguir guardándome estas cosas escritas para mi intimidad, para que cuando me muera ahí sí se carguen de algo (de mi último envión de energía tal vez) y a mí no me importe el silencio del otro lado. Probablemente estaré demasiado contento en Pangea.

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